Escribo estas líneas en medio del Mar Adriático, ligeramente al norte de Kotor, Montenegro. Una de las paredes del Schooner Bar donde estoy sentado viendo el horizonte azul tiene una colección de antiguos instrumentos de navegación, se trata de un pequeño homenaje a una actividad marítima que hoy se ve rudimentaria, un mundo de astrolabios, reglas paralelas, compás de puntas, sextantes, cartas de navegación y hasta un libro abierto con poemas de Lord Byron. Salvo este último objeto de culto para los poetas, los demás artilugios han sido superados por el GPS de mi celular.

Tengo un nato impulso por atar cabos, aunque la vida marítima dista mucho de ser mi cotidianidad. Hace unos minutos me llegó un correo electrónico cuyo asunto dice «Brexit y coro de ruidos». El remitente me comenta que no nos espera «business as usual» y me recuerda que hace mucho escribió «La inversión es hija del silencio». Concluye con su icónica expresión: «urge repensar lo pensado y pensar lo no pensado». Sí, es David Konzevik, nunca más oportuno leerlo ante la noticia de que la mayoría de los habitantes del Reino Unido quieren dejar la Unión Europea.

Como orquestado por la mano que escribe un destino inescapable, un hombre de barba blanca me pide permiso para sentarse en el sillón contiguo. Parece un marinero inglés. Al poco tiempo conversamos. Vive en Londres, se llama Alan, tiene 64 años, más de 40 trabajando para British Telecom. Tanto él como su esposa se muestran contentos con dejar la Unión Europea. «Será mejor para el futuro de nuestros nietos», me contesta con firmeza Alan y me expone también que la migración ha sido un fuerte motivador para decidir abandonar Europa. Sabe que al principio será difícil, pero en el largo plazo lo ve con optimismo. Me temo que Alan está equivocado.

Hay mucho de naturaleza humana en las razones que me expone Alan. Para él, los migrantes han mermado su calidad de vida porque han llegado a disfrutar de beneficios sociales. Los discursos que han incendiado el ánimo separatista están llenos de argumentos donde el otro no es recurso, es amenaza. Mucho del discurso de Trump mantiene esta misma lógica. Cuando hay gente que siente que ha perdido beneficios por la apertura económica y social, es humano esperar que cuando tiene la posibilidad de cerrar la puerta, lo haga.

En contraparte, Freddy, talentoso y joven pianista inglés del Schooner me dice: «me avergüenzo de ser inglés, deberíamos estar liderando Europa, no abandonando Europa», presagia que muchos perderán oportunidades de desarrollo, además comenta que para los la inmigración no es amenaza. Lamenta que muchos jóvenes no votaron porque no les interesa la política.

En lo particular estoy a favor de las uniones y del libre comercio. La actividad florece en zonas donde el flujo no se interrumpe. Por flujo me refiero al tránsito de personas y mercancías, al intercambio cultural. En los últimos días caminé por zonas de extraordinario magnetismo para el ser humano, lugares florecientes gracias a que están abiertos al flujo. Plaka, en el barrio de Monastiraki, Atenas, al pie de la Acrópolis y justo al lado del ágora griega, es un sitio que convoca turismo y que invita a estar y descubrir. Sus calles laberínticas están llenas de sorpresas. Exactamente lo mismo sucede en Venecia y en la isla griega de Mykonos, donde, además de su excepcional arquitectura, sus espacios convocan, no expulsan, sus callejones siempre te llevan a alguna parte. En cierto sentido son el mejor de los centros comerciales jamás inventado, están hechos, como diría Jarde, para ciudadanos más que para consumidores. Es a partir de este flujo y conectividad que lo humano entra en contacto con lo humano.

En la histórica ciudad de Kotor, Montenegro, uno de los atractivos es visitar la ciudad medieval amurallada. Cuando el hombre tiene miedo construye murallas, se separa, busca aislarse, pero ello es contrario a la evidencia histórica que muestra que cuando hay conexiones, las sociedades florecen. La separación británica es volver a la mentalidad medieval donde los muros marcan fronteras.

Un último cabo: el poema de Byron en la vitrina clama «Hoist out the boat!». A los ingleses tal vez los lleve a donde no querían ir.

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