Discrepo por completo de la tesis actual, de que no hay motivo en para preocuparse por la victoria de Trump. Se trata del mismo error garrafal –que yo no cometí– de todos aquellos que hace un año y medio decían que jamás el empresario podría ser el candidato del Partido Republicano.

Luego metieron de nuevo la pata al decir que jamás podría ganar la elección contra Hillary Clinton –este error sí lo cometí en las últimas dos semanas–. Y ahora piensan que Trump no va a hacer nada de lo que prometió: encarcelar a Hillary Clinton; obligar a Japón y a Corea del Sur a defenderse solos aunque eso signifique adquirir armamento nuclear; obligar a los miembros de la OTAN a financiar ellos mismos el de la organización; derogar el Obamacare; suprimir la contribución de a la convención de cambio climático recién ratificada en París; construir un muro en la frontera con México; deportar a todos los indocumentados; rechazar el Acuerdo Transpacífico (TPP) y renegociar o derogar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

Es ingenuo pensar que no va a cumplir sus promesas a propósito de México, pero sí todas las demás. Los políticos nunca cumplen todo lo que les prometen a todos, pero siempre tienen que cumplir algo de lo que les prometen a algunos.

En el caso de México, Trump va a deportar a un buen número de mexicanos. No va a suprimir el TLC, pero sí va a querer renegociar algunas partes. Y no va a construir el muro a lo largo de toda la frontera, pero sí a lo largo de muchos kilómetros. Y buscará formas indirectas de que paguemos dicho muro.

Por todos estos motivos la postura del avestruz, a saber, del no pasa nada’, es una aberración. Al contrario, pienso que México debiera pintar su raya, utilizando una expresión que le escuché a Aguilar Camín y debe hacerlo en concreto en los tres aspectos que más nos preocupan.

Primero, decir claramente que la construcción del muro es un acto hostil para con México, contra el cual va a pelear todo lo que pueda.

Debemos utilizar todos los instrumentos –jurídicos, ecológicos, políticos, culturales y sociales– para que no se construya. No tienen derecho y tenemos canicas para tratar de impedirlo. Tal vez ganemos, tal vez perdamos, pero no debemos dejar de pelear.

Segundo, debemos decir claramente que el TLC no puede ser reabierto o renegociado. Más adelante se verá si a cambio de otras concesiones se puede aceptar una cierta renegociación del mismo.

Y tercero, ser muy claros al afirmar que la deportación masiva de mexicanos en Estados Unidos es algo inaceptable para México, y aquí sí tenemos como dificultar enormemente esa faena. Podrían decirles muy fácilmente a las autoridades de Estados Unidos que aceptamos un deportado a condición de que nos demuestren, con documentos, su nacionalidad mexicana. Si alegan que por definición los indocumentados no tienen documentos, les decimos que nosotros pensamos que la gran mayoría de deportados son centroamericanos, y que si quieren deportarlos que los manden a Centroamérica. Algunos mexicanos acabarán allá, ya verán qué hacen. Por lo pronto, se acumulará un rezago tal de deportaciones que los propios norteamericanos no sabrán que hacer.

Pero en todo caso lo importante aquí es pintar la raya: afirmar o reiterar que la deportación de cientos de miles o millones de mexicanos constituye una grave violación a los derechos humanos.

Todas estas son posiciones de negociación. Algunas batallas las ganaremos, otras las perderemos. Pero lo que no tiene sentido es congratularse de que Trump ganó porque entonces Peña pareciera no haber cometido la enorme idiotez de invitarlo a México, y ahora ponerse de nuevo de tapete frente al nuevo de Washington, aceptando que sus exigencias son legítimas y negociables.

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