Mi hijo cumplirá 72 años dentro de 40, y aunque no es tan saludable como a mí me gustaría (gusto que a él le resulta intramuscular), será una persona en plena actividad profesional, intelectual y familiar. Vivirá en , o quizás en (junto con otros treinta millones de ciudadanos mexicanos, cuando menos), y probablemente tendrá un par de nietos. Me interesa el país que seremos en el 2058 por esa razón, más que cualquier otra. Además de mi razón, albergo mi esperanza: que México sea el mismo, aunque mejorado, pero que los mexicanos sean (seamos, pero ya no figuraré entre mis compatriotas) muy diferentes.

Desde Gamio, y hasta el texto más reciente de Maruán Soto Antaki, pasando por Reyes, Ramos, Paz, Fuentes, Santiago Ramírez, Bartra, Basave y hasta el que esto escribe, innumerables mexicanos hemos procurado descifrar algo que encierra varios “significandos” y un solo significado: el alma mexicana, el carácter nacional mexicano, la idiosincrasia mexicana, la excepción mexicana. Es como la pornografía: difícil de definir, pero todos sabemos reconocerla. Lo que más me complacería que mi hijo viera dentro de 40 años en México es la mutación profunda del ser mexicano. Porque si bien celebro al mexicano pachanguero, parrandero, individualista, emprendedor, trabajador como pocos cuando las circunstancias lo ameritan, creo que el principal lastre que estorba el avance del país hoy, y hasta que cambie, es el rezago del alma mexicana con relación a la sociedad donde se encuentra inmersa.

México es ya mayoritariamente una sociedad de clase media mexicana. Quizás no en su totalidad una clase media a la norteamericana, o a la europea, pero clase media al fin. Más de la mitad de los mexicanos poseen una casa —aunque microscópica a veces— un automóvil, internet, televisión de paga, todos los enseres domésticos, vacaciones mínimas, seguro médico público o privado, y sus hijos terminan por lo menos la preparatoria. Que este medio país conviva con el otro, todavía hundido en la pobreza, constituye un escándalo y una vergüenza, pero no una refutación.

Asimismo, nos consta a muchos mexicanos que somos susceptibles de cambiar el “switch” del alma cuando las condiciones o el entorno a su vez se modifican. Es la fatigada anécdota del mexicano que tira el embalaje del Gansito Marinela en la calle del lado sur de la frontera, y lo coloca debidamente en el basurero del lado norte. Los mexicanos que emigran a Estados Unidos desde hace más de un siglo, y masivamente entre finales de los 80 y 2009 —e incluso hasta la fecha— mudan de usos y costumbres como de ropa. Viven, trabajan y festejan colectivamente; ahorran a tasas chinas; internalizan el “imperio de la ley” estadunidense como si fuera suyo… porque es suyo.

Por tanto, gracias a ambas razones —la sociedad mexicana de clase media de un lado de la frontera, y la metamorfosis comprobada del alma mexicana del otro— no existe motivo alguno para impedir que el alma nacional no se transforme. Si dentro de cuarenta años los mexicanos que habiten el medio rural no superarán el 5% de la población (ya hoy, apenas alcanzan el 15%), resulta contra natura que nueve décimas de lo que será para entonces una sociedad con más de siglo y medio de urbanización, conserve los atavismos del campo en la cabeza.

La aversión al conflicto, el individualismo exacerbado y centrado en el núcleo familiar, la incapacidad de iniciar y la renuencia a participar en cualquier acción colectiva, la obsesión con la y el pasado y con el formalismo juridicista, el desprecio por las obligaciones inevitables del , representan características lógicas del México del siglo XIX y XX, no de mediados del XXI. Más aún, se erigen desde ahora —y ni hablemos del 2058— en inmensos obstáculos ante la imperiosa necesidad de extender los beneficios de la clase media a los mexicanos que hoy carecen de ellos. No hay manera, en una palabra, de realizar el enorme potencial del país sin cambiar la mentalidad de sus habitantes; sin que todo aquello que lo volvió priista durante casi un siglo desaparezca, o pierda presencia en la psique nacional. Creo que es factible, deseable e imperativo. Me resigno a no disfrutar de las delicias de un país de esa naturaleza, pero me conformó con la certeza de que mi hijo, y todos sus contemporáneos, lo gozarán a plenitud.

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