La semana pasada se hizo pública la renuncia del embajador de Estados Unidos en Panamá. Entregó su carta de renuncia en diciembre, y se volverá efectiva en marzo. Junto con el encargado de negocios norteamericano en Beijing, se trata del único par de jefes de misión, bajo Donald Trump, en haberse negado a seguir siendo sus representantes ante otro gobierno, a un año de haber tomado posesión.
Feeley fue consejero político en la embajada estadounidense en México a principios de este siglo, y después Deputy Chief of Mission, o segundo de abordo, entre 2009 y 2012. Por lo tanto, tiene muchos y buenos amigos en México, entre los cuales me siento orgulloso de contarme. La nota que escribo debe leerse en ese contexto.
Habiendo sido de joven piloto de helicóptero en el cuerpo de Marines, ingresó al servicio exterior de su país hace treinta años. Las líneas más importantes de su explicación son las siguientes: “Como joven funcionario del servicio exterior, firmé un juramento de seguir lealmente al presidente y a su administración de manera apolítica, aun cuando pudiera no estar de acuerdo con algunas posturas determinadas. Mis mentores me aclararon que si yo llegaba a creer que no podía cumplir ese juramento, mi honor me obligaría a renunciar. Ese momento ha llegado”. Me consta que en sus diversos cargos, Feeley manifestó desacuerdos, incluso con el gobierno de Obama, entre 2009 y 2015, que no lo llevaron a renunciar. Transitó por uno de los momentos más difíciles de la historia de las relaciones entre México y Estados Unidos, en 2010, cuando el presidente Felipe Calderón expulsó al embajador Carlos Pascual de México (entonces jefe y amigo de Feeley), con el pretexto de un cable de WikiLeaks, pero en realidad por haberse relacionado amorosamente con la hija de un alto dirigente del PRI (entonces partido de oposición). La secretaria de Estado Hillary Clinton aceptó sin mayores miramientos la expulsión, actitud que algunos pudieran haber cuestionado. Feeley no.
Pero Trump rebasó el límite de lo aceptable para Feeley, incluso antes de haberse referido a Haití, El Salvador y a varios “países africanos” en los términos que se dieron a conocer hace unos días. Su decisión refleja el dilema que viven todos los integrantes de un servicio civil de carrera, como lo es el servicio exterior en la gran mayoría de los países, incluyendo desde luego al nuestro. Por un lado, trabajan para el Estado, no para un gobierno en particular, a diferencia de los múltiples funcionarios en diversas cancillerías que responden a nombramientos políticos. Su lealtad se debe al Estado, no al presidente de turno. Pero en política exterior, y en realidad en la política a secas, las decisiones presidenciales revisten un peso específico que no puede ser siempre ignorado. En México tuvimos el caso de Octavio Paz, miembro del Servicio Exterior Mexicano, quien solicitó licencia en 1968 después de la matanza de Tlatelolco, un acto de política interna que, sin embargo, imposibilitó la estadía del poeta en la India como representante del Estado y del mandatario responsable de las muertes acontecidas.
Tanto en América Latina como en Europa, abundan las circunstancias que a lo largo de los últimos cincuenta años han llevado a numerosos diplomáticos de carrera a “bellos gestos” como el de Feeley. El costo es elevado: el expiloto, con sus 56 años de edad, poseía un futuro atractivo en el Departamento de Estado, ya sea como subsecretario de Estado para América Latina, o como embajador en México o Colombia, países que conoce al detalle.
Por eso es tan noble y encomiable su decisión, y tan aleccionadora. Hay momentos en la vida de un funcionario, aun de carrera, ya sin hablar de designaciones políticas, cuando su permanencia en un gobierno resulta, a su entender, intolerable, porque lo vuelve cómplice de acciones, definiciones y comportamientos reprobables. Cada quien tiene su propio límite, y los de un funcionario no son extrapolables a otro. Pero en muchos países existen, y no se acata la consigna de la picardía política mexicana: “Antes de la renuncia, hasta la ignominia”.