El jueves terminamos con el ciclo de entrevistas a los candidatos presidenciales en Tercer Grado. La última fue con Jaime Rodríguez, El Bronco. Sigo el consejo de Héctor Aguilar Camín y, por tanto, no voy a hablar del tramposo fanfarrón que no merece ni un miligramo de tinta. De lo que sí voy a hablar es del fenómeno de los políticos que explotan nuestros peores impulsos.
Los humanos somos seres contradictorios. Tenemos grandes cualidades, pero, también enormes defectos. Podemos construir cosas increíbles y bellas y, a veces, se nos da destruirlas. Una de nuestras grandes construcciones, que nos ha tomado mucho tiempo, es la civilización política. Las sociedades de hoy en día son muy complejas con instituciones que se han refinado a lo largo de la historia. Ya no vivimos en tribus con costumbres barbáricas. Hemos superado la ley del Talión, el principio de justicia retributiva, basado en la expresión bíblica de “ojo por ojo, diente por diente”.
Los que creemos en la civilización estamos convencidos de que el Estado –la organización política de la sociedad– debe comportarse de acuerdo con ciertas reglas para evitar sus abusos. Policías, fiscales y jueces no pueden ser iguales a los delincuentes, deben ser mejores, respetando los derechos humanos. El Estado no puede ser salvaje o bárbaro como los criminales.
Bien decía Freud que “la civilización comenzó la primera vez que una persona enojada lanzó una palabra en lugar de una roca”. No fue fácil. Los seres humanos somos animales con impulsos vengativos y violentos. Todos, de alguna manera, los hemos vivido. Enojados, pensamos que a ciertos delincuentes habría que torturarlos, azotarlos, cercenarles partes del cuerpo y hasta matarlos por lo que hicieron. Son nuestros peores impulsos: deseos profundos que nos inducen a actuar sin reflexionar. La razón se pierde; gana el instinto animal.
Los impulsos brutales son más comunes cuando se trata de defender a los nuestros de amenazas externas. Si el Estado no provee seguridad a una sociedad, nos encontramos en lo que Thomas Hobbes llamaba como “la condición natural del hombre”. Ante la ausencia de un poder que atemorice y ponga orden, los humanos nos enfrentamos todos contra todos en una guerra de supervivencia. Hobbes describió esta vida como “solitaria, pobre, asquerosa, bruta y corta”. No hay ni ley ni justicia ni propiedad privada.
Afortunadamente, los hombres construimos el Estado como una manera de convivir y cooperar. Ha sido un gran desarrollo civilizatorio. De acuerdo con la clásica definición de Max Weber, el Estado moderno es la “asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de dominación”. Los humanos le hemos entregado ese derecho al Estado quien, para funcionar eficaz y justamente, debe actuar de acuerdo con ciertas reglas como respetar los derechos humanos incluyendo, como ordena la Declaración Universal de éstos, que nadie sea “sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.
En México, la inseguridad y la corrupción están desbocadas. Por un lado, el Estado ha fracasado en proveer seguridad a la población y, por el otro, las autoridades utilizan su poder para enriquecerse. En este sentido, con toda razón, los mexicanos estamos enojados. Y estamos regresando a una especie de “condición natural” hobbesiana donde predominan nuestros peores impulsos animales. Es ahí donde empiezan a aparecer, como siempre, los políticos oportunistas que explotan el enojo ciudadano.
Con demagogia, prometen resolver los graves problemas aplicando penas corporales a los criminales. Se pasan por el Arco del Triunfo ese ejercicio civilizatorio llamado “derechos humanos”. A los funcionarios corruptos hay que cortarles la mano. A los secuestradores, azotarlos. A los violadores, matarlos. A mucha gente enojada le parecen razonables estas propuestas. Pero es pura demagogia porque el problema en México no son las penas. Las leyes son lo más fácil de cambiar. Lo más difícil es aplicarlas. Si tenemos una situación crítica de inseguridad y corrupción es por la impunidad, no por los potenciales castigos. Eso es lo que hay que arreglar. Pero de eso no hablan los políticos que explotan nuestros peores impulsos. Lo importante es la fanfarronería que atrae los reflectores: el discurso de la brutalidad para ganar adeptos desesperados. Desafortunadamente, hay casos históricos en que este tipo de personajes ganan el poder, embrutecen a la sociedad y destruyen la civilización que tanto trabajo ha costado construir.
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