Hay diferentes definiciones de “populismo”. Una de ellas tiene que ver con el uso político de la economía. Con tal de ser popular entre la población, un político niega las realidades del mercado. Quizá lo que mejor resuma esta definición es una recomendación de un gobernante populista sudamericano a un colega suyo de otro país por ahí de mediados del siglo pasado: “Si los trabajadores te piden, dales. Si te piden más, dales más. Al fin y al cabo la economía es flexible”. Es un error, porque la economía no tiene nada de flexible. Al revés, es inflexible, en realidad, implacable.

Puede ser que una política populista funcione durante algún tiempo. Pero, a final del día, alguien acaba pagando los costos. Generalmente, es la sociedad. Los gobiernos populistas suelen financiar las medidas “populares” con deuda. Por ejemplo: incrementan los subsidios, pero no suben los impuestos para financiarlos (lo cual sería impopular). No queda otra más que endeudarse. Los pasivos se acumulan y, en la medida en que un país se sobregira, sube el riesgo de pagar y el costo del endeudamiento. La gran cantidad de deuda acaba por estrangular la economía de un país. Inevitablemente llega el momento de apretarse el cinturón. Las sociedades acaban pagando un costo carísimo por el populismo. Suelen terminar peor de lo que estaban antes de que comenzara la fiesta populista.

Por definición, el discurso populista es popular: le encanta al electorado. Cuando un candidato presidencial promete que reducirá el precio de las gasolinas, gas, diesel y la eléctrica, pues eso suena a pura para la mayoría de la población. Y eso es lo que ha prometido López Obrador en esta campaña.

Muy bien. El problema es que se trata de una promesa populista que niega las realidades del mercado. En lugar de que el precio de los bienes y servicios lo determine su escasez relativa, un político, desde la comodidad su escritorio, los define con el objetivo de ser popular. Los pone por debajo del precio de mercado otorgándole un subsidio a la población. Subsidio que tiene que pagarse de alguna forma. Si no se incrementan los impuestos, lo único que queda es aumentar la deuda pública.

No sólo eso. Definir los precios por decreto produce un conjunto de distorsiones. Si el , como promete , controla los precios de las gasolinas con un costo por debajo del mercado, se incrementa la compra de automóviles de más cilindros que consumen más. Amén que el subsidio, a quien más beneficia, es a los más ricos, que son los que tienen coches. Si el gobierno subsidia la electricidad, los consumidores ya no ponen focos ahorradores y dejan la luz prendida todo el día. Esto implica un mayor consumo de combustibles fósiles que incrementan el calentamiento global. ¿Es eso lo que queremos los mexicanos?

Si gana, AMLO también promete construir dos refinerías en . Se trata de otra propuesta populista porque la refinación de es un pésimo negocio en todo el mundo. Las refinerías, por lo general, pierden dinero. Si las empresas petroleras refinan crudo es para que haya más consumo de petróleo cuya extracción es el gran negocio. Y resulta que López Obrador está prometiendo abrir dos nuevos malos negocios para los contribuyentes. ¿Por qué deberíamos aceptarlo? Pues porque resulta popular la idea de que el país tenga más refinerías que generarían muchos empleos con dinero público. Al fin y al cabo, el que pondría los recursos sería el gobierno y, si hubiera pérdidas —como actualmente las hay en las refinerías de — pues éste las absorbería. Lo que nos rehusamos a ver es que esas pérdidas nos cuestan a toda la sociedad.

López Obrador ha anunciado a parte del gabinete que lo acompañaría en caso de ganar la Presidencia. Muchos son gente respetable. Y aunque los hombres importan, lo más relevante son las políticas públicas que implementaría el candidato en caso de ganar. Algunas de las que propone AMLO son, sin lugar a dudas, populistas.

                Twitter: @leozuckermann

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