La pregunta retumbó en mi cabeza como el pase que deja al delantero solo frente al portero. Sí, el locutor había dicho «¿cuánto pesa un balón?». Enfilé con decisión hacia la meta, que en este caso era el teléfono de la casa, giré el disco y marqué el número de Radio 590 «La Pantera». Ante el improbable caso de que me respondieran, guardaba la respuesta en la boca, como el gatillero que espera el momento oportuno de chutar al marco. A mis 12 años nunca había ido al Estadio Azteca y esa era la oportunidad de ganar los tres boletos que regalaban por atinar. Sucedió de pronto. Escuché la voz del locutor por las bocinas de la consola Stromberg Carlson y por el auricular del teléfono, tuve la sensación de haber burlado al arquero. Vino la pregunta. Disparé sin dudar y fui al Azteca.

El futbol, dice Eduardo Sacheri en La vida que pensamos, «sirve como una puerta de entrada a esos mundos íntimos en los que se juegan asuntos mucho más definitivos. Un escenario, o un telón de fondo, de las cosas esenciales que señalan y definen todas las vidas». La influencia del futbol en el mundo es enorme; considérese que la FIFA tiene más países agremiados que la ONU, sus decisiones llegan a tener más trascendencia.

Recientemente la máxima autoridad del futbol multó -de nuevo- a la Federación Mexicana de Futbol; los aficionados mexicanos reincidieron en el célebre «Eeeeeeh, ¡puto!», que a mi parecer nos puede llevar a sanciones más serias, pues ya es una lucha de poder ante quienes sienten un reto a su autoridad internacional. El famoso grito mexicano no es homofóbico. ¿Serviría a estas alturas demostrarlo? La FIFA, en su arrogancia y miopía, pasa por alto que las expresiones populares emanan de la cultura y que las palabras son contenedores de significados que cambian de país a país (incluso de ciudad a ciudad). Alguien con autoridad debería aclarar a la FIFA que hay un error de interpretación y que lo que los mexicanos gritan es en realidad «Eeeeeeh, ¡vendido!» o «Eeeeeeh, ¡traidor!».

En su cuento «Los traidores», Sacheri pinta la de un fanático que se va a la porra del equipo archirrival porque le gustaba una chica. Finge, durante varios partidos, abrazar los colores que en realidad odia. En el colmo, la estrella de su equipo, Gatorra, ahora juega con los contrarios. Un día no puede más y en medio de quienes lo creen uno más de la hinchada, grita desde la tribuna: «¡¡¡Gatorra vendido hijo de mil puta!!!». El futbol puede ser una extensión del corazón.

Estamos arrastrando el error de quien le dijo a las autoridades del futbol que «puto» es (nada más) homosexual. Si se hiciera un estudio antropológico llegarían a la conclusión de que la expresión que hoy agravia se originó cuando Oswaldo Sánchez, portero del Atlas, fue transferido a un odiado equipo rival. La afición, dolida como es natural, le reclamó (a su manera) que era un traidor, un vendido. Lo que le ha dado fuerza al cuestionable hábito es que lo han combatido. Una pésima estrategia.

Sería más inteligente buscar una solución tipo «nudge» (en inglés, codazo ligero para llamar la atención), una práctica de la economía conductual (behavioral economics) que busca inducir un cambio de comportamiento sin coerción y de forma sutil. Un ejemplo, ya clásico, es que cuando se quiere evitar que los hombres orinen fuera de los mingitorios, en vez de poner un letrero «orinar fuera del mingitorio está prohibido» (que alentaría la conducta no deseada) se ponga una imagen en 3D de una mosca en una parte ad hoc del urinal, induciendo a atinarle (sin tener que poner un letrero «atínele a la mosca»). El secreto es inducir a la acción positiva sin reforzar la negativa.

Esto, como los cuentos sobre futbol del autor argentino, debería alentarnos a reflexionar a escalas más trascendentes. La sociedad mexicana necesita cambios de conducta. El combate a la impunidad, el cumplimiento a la ley y disminuir fuertemente la corrupción son las tareas cada vez más pendientes. Una dosis de ciencia alrededor de la economía conductual vendría bien en el próximo federal si es que en verdad se desea un cambio social.

Grandes cosas de la vida vienen en envoltura de insignificancias. Un balón de futbol pesa cuatrocientos cincuenta gramos, o una tonelada de posibilidades.

@eduardo_caccia

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