Según todas las filtraciones oficiales y las columnas oficiosas, el 25 de agosto se cumple el plazo fatídico para concluir las negociaciones entre México, Canadá y Estados Unidos sobre el nuevo Tratado de Libre Comercio de América Latina. Es decir, mañana. Algo muy grave sucedería si no se cierran las negociaciones antes de esta fecha, algo peligroso para México y el mundo. Estamos todos en ascuas, mordiéndonos las uñas, en espera de que haya humo blanco en Washington, a más tardar al final de la semana.
Pocos se han molestado en averiguar exactamente qué sucede el 25 de agosto que revista tanta trascendencia. Propongo una hipótesis, sólo eso. Desde luego que no se trata de una afirmación blindada ni fundamentada en más que especulaciones. Va: la única razón para amarrar un acuerdo en principio –obvio no habrá un texto jurídico hasta dentro de varios meses– es para que Enrique Peña Nieto pueda aparecer en la foto entre el 28 y el 30 de noviembre firmando un documento con Donald Trump y Justin Trudeau. Digo 28 de noviembre porque Peña desea ir, con razón, al G-20 en Argentina al día siguiente, para despedirse. Es la única prisa.
De acuerdo con las leyes y los reglamentos norteamericanos, el ejecutivo, antes de firmar un acuerdo comercial –conviene recordarlo: en Estados Unidos no es un tratado– debe cumplir con una serie de trámites. Hasta donde yo entiendo –y hay discrepancias entre gente que sabe mucho más que yo al respecto–, primero, noventa días de aviso al Congreso de su intención de firmar un convenio. Segundo, también un plazo máximo –puede ser menos– para que la International Trade Commission le entregue al Congreso una opinión al respecto. Tercero, sesenta días antes de la firma, divulgación del documento jurídico. Cuarto, treinta días después de la declaración de la intención de firmar, se somete una serie de informes de comités consultivos. En otras palabras, son tres meses de trámites, por lo menos, antes de que Trump pueda firmar –no ratificar– un acuerdo, incluso en principio. Existen serias divergencias en Estados Unidos sobre la legalidad de un “acuerdo en principio”, para el cual en materia comercial –no de tratados internacionales– no parecen existir antecedentes jurídicos evidentes. Este es el único plazo que se vence a finales de noviembre.
Quienes sostienen que es preferible un mal acuerdo que ninguno, lo más pronto posible, tal vez tengan razón. A condición de que el único acuerdo posible –bueno o malo– refleje la firma de Peña Nieto. ¿Cuál sería el problema si se cierra la negociación el 15 de septiembre, y se firma el convenio el 20 diciembre, ya por López Obrador? De cualquier manera, no es serio pensar en una ratificación por el Congreso de EU en una “lame duck session”, es decir, de una legislatura saliente a finales de diciembre. No va a suceder. Si los Demócratas alcanzan una mayoría en la Cámara baja, será muy difícil, si no es que imposible, que ratifiquen un acuerdo de Trump.
Si es cierto lo que informa el Wall Street Journal, a saber, que los representantes del gobierno entrante exigieron la supresión del capítulo de energía del TLC, no hay acuerdo inminente. Mala tarde para Peña Nieto. Pero nada más. No sé si un mal TLC, a las carreras, bien valga una foto. ¿Henri IV hubiera estado de acuerdo?