La batalla democrática que muchos libramos durante las tres décadas finales del siglo XX tuvo dos valores cardinales: la pluralidad y la libertad. Recuerdo un episodio en que ambos ideales se manifestaron. Ocurrió a propósito de los comicios de julio de 1986 en Chihuahua.

Desde 1983, el espíritu democrático había despertado en esa entidad como resultado de la desastrosa administración de López Portillo. Dos políticos del PAN habían triunfado en las alcaldías de Ciudad Juárez y la capital: el joven Francisco Barrio y don Luis H. Álvarez, cuya quijotesca candidatura a la presidencia en 1958 era un vago recuerdo de mi infancia. Ese despertar contagió a y Sonora, donde surgieron nuevos líderes. Era, claramente, la hora del Norte, nombre también del diario regiomontano cuyo trabajo valiente y profesional era otro buen signo. Soplaban vientos de libertad.

Me entusiasmaban esas señales. Coincidían con las tesis de mi ensayo «Por una sin adjetivos» (Vuelta, enero de 1984). Ese año visité por primera vez Chihuahua. Conocí a Luis H. Álvarez (tenía ya 64 años) y escuchándolo sentí la emoción de la lucha democrática. Pero también, en un mitin al que asistí en ese viaje, pude percibir la fuerza de la maquinaria priista.

En junio de 1986, luego de una larga estancia en el estado, publiqué en Vuelta el reportaje «Chihuahua, ida y vuelta» donde fundamentaba el inminente triunfo de la oposición, avalado por la izquierda. Estuve presente el día de las elecciones. El fraude no se hizo esperar. Entonces tomamos la iniciativa de publicar una carta de protesta. La titulamos «El caso Chihuahua»:

Los resultados oficiales de las pasadas elecciones en el estado de Chihuahua arrojaron triunfos del PRI en el 98% de los casos en contienda. Desde lejos y sin ligas con los partidos, pensamos que estas cifras revelan una peligrosa obsesión por la unanimidad. De cerca y con mayores elementos de juicio, un sector amplio y diverso de la sociedad chihuahuense cree que su no fue respetado. Para expresar su descontento, este sector ha realizado actos pacíficos de valor cívico que desmienten la unanimidad y ponen en entredicho la limpieza democrática de los comicios.

Las autoridades no deben ignorar la trascendencia de estas manifestaciones. Hoy más que nunca los electores necesitan creer en que votar tiene sentido: más sentido que la abstención o la violencia. Para eso hace falta que los vencidos queden convencidos. Los testimonios ciudadanos y de la prensa nacional e internacional registran suficientes irregularidades como para arrojar una duda razonable sobre la legalidad de todo el proceso. Para despejar plenamente esta duda, que toca una fibra central de la credibilidad política en , pensamos que las autoridades, procediendo de buena fe, deben restablecer la concordia y anular los comicios en Chihuahua.

Firmaban: Héctor Aguilar Camín, Huberto Batis, Fernando Benítez, José Luis Cuevas, Juan García Ponce, Luis González y González, Hugo Hiriart, David Huerta, Enrique Krauze, Teresa Losada, Lorenzo Meyer, Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor, Marco Antonio Montes de Oca, Octavio Paz, Elena Poniatowska, Ignacio Solares, Isabel Turrent, Abelardo Villegas, Ramón Xirau, Gabriel Zaid.

La carta se comentó en los principales diarios internacionales. Días más tarde, en el restaurante La Calesa de Londres, Aguilar Camín, Monsiváis, Cuevas y yo nos reunimos con el secretario de Gobernación Manuel Bartlett. Le pedimos evidencias contra nuestra postura. Nos dio la clave de la suya: «el no cedería Chihuahua a la Iglesia, los y los «. El Nuncio Girolamo Prigione estaba de acuerdo: reprendió severamente al Obispo Adalberto Almeida, que simpatizaba con el movimiento democrático. Al poco tiempo, Bartlett nos hizo llegar la información que, a su juicio, probaba la limpieza del proceso. Mientras tanto, en Chihuahua, Luis H. Álvarez permanecía en huelga de hambre. Nada movió al gobierno. Tiempo después, Juan Molinar Horcasitas probó puntualmente el fraude en «Regreso a Chihuahua» (Nexos, marzo de 1987).

¿Por qué recordar ahora ese episodio? El papel de Bartlett es incidental. Quizá cualquier secretario de Gobernación del PRI hubiera reaccionado así, pero sus formas eran particularmente bruscas. Lo importante fue la participación de intelectuales de filiaciones y creencias diversas, en defensa de la democracia. Fue un momento de pluralidad y libertad, valores irrenunciables en el México que vendrá.

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