Desde hace varios meses la prensa norteamericana, y en mucho menor medida la mexicana, informó de la intención del gobierno de Estados Unidos de imponerle a México lo que en materia migratoria se llama un Acuerdo de Tercer País Seguro. Como ya se mencionó en estas páginas hace algún tiempo, eso significa que nacionales de terceros países ubicados en México y que desean llegar a Estados Unidos para solicitar asilo deben hacerlo en México, para permanecer en México, ya que Estados Unidos considera que nuestro país es tan seguro como el suyo. El ejemplo que se suele utilizar en tiempos recientes es el acuerdo entre Austria y Alemania: los sirios en Austria no pueden llegar a Alemania a solicitar asilo, aunque ese sea su destino preferido, sino que deben solicitarlo en Austria ya que ese es un país tan seguro como Alemania.
Cuando se hicieron públicas las discusiones y negociaciones al respecto, el gobierno de México negó que hubiera tal intención. Le comunicó a las autoridades estadounidenses que no firmaría ningún acuerdo de este tipo y llegó a definirlo como un tema aspiracional que a lo largo de los años quizás se podía ir contemplando. Hasta ahí parecía haber quedado la cosa. Sin embargo, desde el primer momento, entre varias objeciones que surgieron en Estados Unidos y en México a propósito de este asunto, figuró el costo. Que los centroamericanos con intención de llegar a Estados Unidos a pedir asilo lo solicitaran en México, y que México coadyuvara a disuadirlos de llegar a la frontera entre ambos países, implicaba un costo significativo para México. En primer lugar, el costo de que recibieran asilo y que durante un tiempo fueran asistidos por las autoridades mexicanas o por ACNUR. En segundo lugar, el de procesar las solicitudes, afirmativa o negativamente. Y, en tercer lugar, el de la deportación al sur del Suchiate para aquellos cuya solicitud fuera denegada: probablemente la mayoría.
Entonces, el gobierno de Estados Unidos respondió: En efecto hay un costo, pero nosotros lo asumimos. Les proporcionamos las sumas necesarias para que México no tenga que incurrir en gastos adicionales por cumplirnos esta faena. En eso había quedado el asunto hasta hace un par de días.
En el ejemplar del jueves 13 de septiembre, The New York Timesinformó que el presidente Trump había decidido desviar 20 millones de dólares del presupuesto aprobado para temas anticorrupción, antidelincuencia y antidrogas en ciertas comunidades norteamericanas, al pago para costear la deportación de 17 mil centroamericanos en México. La gran parte de esos recursos se destinarían al pago de boletos de avión y/o autobús para llegar a cualquiera de los países del triángulo del norte (Honduras, El Salvador y Guatemala). México, como dijo Ali Noorani –director del National Immigration Forum– recibiría ahora dinero para hacerle el trabajo sucio a Estados Unidos. La embajada de México en Washington no respondió a llamadas de The New York Times al respecto.
Es cierto que en el pasado hemos recibido fondos de Estados Unidos para atender estos asuntos. Sucedió en una muy pequeña medida en los años 80 y, sobre todo, en 2014 cuando Peña Nieto accedió a la solicitud urgente de Obama de resolverle la crisis de los niños migrantes no acompañados que por decenas de miles llegaban a la frontera de México con Estados Unidos. Pero, en primer lugar, se trataba de Obama. En segundo lugar, duró poco el programa. Y, en tercer lugar, no se terminó de hacer público.
En cambio, esta vez, por una u otra razón, se trata de Trump, de un programa que puede tener una duración indefinida, y se hizo público muy rápidamente. ¿Qué demonios está pensando el gobierno de Peña Nieto al aceptar recursos de esta naturaleza procedentes de Trump para ese propósito a menos de tres meses de dejar el poder? ¿Y qué piensan los nuevos encargados de estos asuntos por parte de López Obrador? ¿Lo saben? ¿Lo aprueban? ¿Lo van a defender en público?