Ahora que unos siete u ocho mil han optado por organizarse en una caravana y dirigirse a , atravesando buena parte de Guatemala y de , algunos analistas han evocado el recuerdo de los años ochenta. Al principio de ese decenio, miles de guatemaltecos, en buena parte indígenas del Quiché y de Huehuetenango, entraron a México huyendo de la política de tierra quemada de los militares y en particular de Efraín Ríos Montt. En un primer momento, el mexicano llevó a cabo un refoulement ilegal y reprobable, pero el presidente José López Portillo, instado por su canciller, rectificó. Finalmente, casi 50 mil refugiados guatemaltecos ingresaron a México, permanecieron en campamentos en Chiapas, coadministrados por la ONU –ACNUR– y el de México –Comar– hasta 1984, cuando fueron trasladados –por la fuerza– a Campeche.

Algunos volvieron a su país después de los acuerdos de paz de 1995. Muchos se instalaron en México, adquirieron la ciudadanía mexicana, y tuvieron hijos mexicanos, hoy ya mayores y magníficos ciudadanos. Tuve la oportunidad de entregarles a integrantes de ambos grupos sus certificados de nacionalidad mexicana, en 2001, siendo secretario de Relaciones; unos cuantos recordaban que había sido mi padre el responsable de su llegada al país, en 1981-1982. Fue un buen capítulo de nuestra de hospitalidad y solidaridad.

ACNUR desempeñó un papel importante en esa historia, no siempre con el agrado del gobierno de México. El próximo director de la Comisión Federal de Electricidad expulsó al representante de la ONU para refugiados, en 1984. Con su tacto consabido, Manuel Bartlett, secretario de Gobernación, no titubeó en declararlo persona non grata por no seguir a pie juntillas las indicaciones del gobierno de Miguel de la Madrid. Cuando los guatemaltecos fueron reubicados en Campeche, el mismo Bartlett –acuérdate, Tatiana– mando secuestrar y vejar a Adolfo Aguilar Zínser por protestar contra la medida.

Todo esto viene a colación por el tema de ACNUR, la caravana hondureña y la postura del gobierno de /López Obrador en estos momentos y a partir del 1 de diciembre. Se enojan conmigo los partidarios de la 4-T porque les adjudico la responsabilidad de lo que ha sucedido. Se la buscaron: quiso que su gente participara en las negociaciones del TLC, que viajara por su cuenta por el mundo, que ocuparan ya cargos de facto. Para bien o para mal, todo esto ya es su asunto.

Videgaray, con buen tino, metió a ACNUR en el tema de la caravana. Hasta donde pueda el Alto Comisionado, estoy seguro que enviará personal y recursos materiales para albergar a los hondureños que soliciten asilo en México, que acepten ser atendidos por ACNUR y una Comar venida a menos desde 2007, y que deseen permanecer en Chiapas, tal vez Oaxaca, hasta que su caso sea resuelto. En realidad para un largo periodo, o para siempre. Pero existen grandes diferencias y algunas semejanzas entre los guatemaltecos de 1981-82 y los hondureños de 2018.

Ambos grupos están organizados. No de manera conspirativa –por Trump, por Zelaya, en aquella época por la guerrilla de Guatemala, pero organizados, sí. Su éxodo respondió a espantosas condiciones en su lugar de origen –el genocidio hace casi cuarenta años, la ciudad más violenta del mundo en San Pedro Sula, hoy– y a una iniciativa de diversas organizaciones de la sociedad civil: armadas entonces, pacíficas ahora. Esto hace que las decisiones que tomen los hondureños hoy, como los guatemaltecos entonces, respondan a consideraciones de fondo, no puramente coyunturales.

Aquí comienzan las diferencias. Los de Guatemala deseaban permanecer lo más cerca posible de la frontera. Por varios motivos. Primero, para recibir a más guatemaltecos. En segundo lugar, para volver a sus pueblos cuando las condiciones lo permitieran. Tercero, porque, efectivamente, constituían una retaguardia de la URNG, la organización unida de la guerrilla, comandada principalmente por Rolando Morán, gran amigo, y por Gaspar Ilom, hijo de Miguel Ángel Asturias, ambos fallecidos. Los hondureños de hoy lo último que buscan es asentarse en Chiapas como refugiados. Quieren llegar a Estados Unidos, o por lo menos entregar a sus niños allá y seguir insistiendo en la frontera norte de México para entrar al país del norte, de una manera u otra. Los guatemaltecos de entonces aceptaron la hospitalidad mexicana y la atención de ACNUR por esa razón; los hondureños de hoy son diferentes. Por eso dudo que funcione la idea de Videgaray de radicar a los integrantes de la caravana en campamentos de ACNUR en Chiapas. Lo que es más, ya no fue.

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