En todos los regímenes democráticos, a los gobernantes les molesta la crítica. Están en todo su derecho de criticar a sus críticos. Pero lo deben hacer con argumentos y datos. Son los más obligados a elevar y mejorar el debate público. Por el contrario, resulta vergonzoso y preocupante cuando los gobernantes se bajan al nivel más ramplón del insulto. Es el caso, me temo, de López Obrador.

Le encanta poner etiquetas simplonas, hirientes y majaderas a las personas que no comulgan con sus ideas. Se cree muy chistoso. No lo es. No puede haber nada más vanidoso que un jefe de Estado que se cree dueño de la verdad con derecho de insultar, de pegarle etiquetas a quien se le pegue la gana.

En un artículo memorable, Gabriel Zaid lo dijo muy bien: “Las personas que insultan suelen tener un repertorio limitado y repetitivo. No . Es un artista del insulto, del desprecio, de la descalificación. Su creatividad en el uso de adjetivos, apodos y latigazos de lexicógrafo llama la atención: Achichincle, alcahuete, aprendiz de carterista, arrogante, blanquito, calumniador, camajanes, canallín, chachalaca, cínico, conservador, corruptos, corruptazo, deshonesto, desvergonzado, espurio, farsante, fichita, fifí, fracaso, fresa, gacetillero vendido, hablantín, hampones, hipócritas, huachicolero, ingratos, intolerante, ladrón, lambiscones, machuchón, mafiosillo, maiceado, majadero, malandrín, malandro, maleante, malhechor, mañoso, mapachada de angora, matraquero, me da risa, megacorrupto, mentirosillo, minoría rapaz, mirona profesional, monarca de moronga azul, mugre, ñoño, obnubilado, oportunista, paleros, pandilla de rufianes, parte del bandidaje, payaso de las cachetadas, pelele, pequeño faraón acomplejado, perversos, pillo, piltrafa moral, pirrurris, politiquero demagogo, ponzoñoso, ratero, reaccionario de abolengo, represor, reverendo ladrón, riquín, risa postiza, salinista, señoritingo, sepulcro blanqueado, simulador, siniestro, tapadera, tecnócratas neoporfiristas, ternurita, títere, traficante de influencias, traidorzuelo, vulgar, zopilote”.

Ése era el AMLO candidato. Ahora es el Presidente electo de . En unos días será nuestro jefe de y Estado. La noticia es que sigue siendo igualito: un rey del insulto. Continúa poniéndoles etiquetas a aquellos que odia. Sí, los odia porque sólo aquellos que odian hablan así. Es un político que medra con el odio. Que insulta para polarizar y ganar votos de los mexicanos que se sienten agraviados por diversas razones.

Los adjetivos lopezobradoristas se van integrando al léxico cotidiano. Ahí está, por ejemplo, el epíteto de “fifí”. Se trata de un adjetivo clasista. A muchos les parece muy gracioso. ¿Lo es?

Para contestar esa pregunta, analicemos la palabra en cuestión. De acuerdo con la Real Academia de la Lengua, un “fifí” es una “persona presumida y que se ocupa de seguir las modas”. De acuerdo con otros diccionarios, se trata de una “persona de familia adinerada que no trabaja en nada”. AMLO la usa más con esta acepción. Es el blanquito burgués pirruris
y ricachón que se cree superior y discrimina a los que no son de su raza y clase social.

¿Cuál es, en este sentido, el antónimo de fifí? Uno de los adjetivos más reprobables del léxico mexicano: “naco”. Se trata de un epíteto peyorativo para describir a personas mal educadas o con mal gusto, pero que, también, tiene una connotación clasista y racial: de inferioridad social y étnica.

Muchos “fifís” la usan como sinónimo de “indio”. ¿Por qué, entonces, celebramos e imitamos al Presidente electo cuando le pone la etiqueta de “fifí” a alguien, pero nos escandalizamos cuando otra persona hace lo mismo con la de “naco”? ¿Eso queremos en México? ¿Un país polarizado de fifís y nacos, blancos e indios, ricachones y pobretones?

La semana pasada, en este espacio, escribí un artículo sobre la importancia del lenguaje en la política. Cuidar la implica ponderar bien los adjetivos, sobre todo los que usa el mismísimo Presidente. El asunto me preocupa porque vengo de una familia que llegó a México porque en el país donde vivía, desde el poder, le pusieron literalmente una etiqueta en sus vestidos que la llevó directamente a las cámaras de gas. Mi intención no es exagerar: desde luego que estamos muy lejos de eso. Pero la intolerancia y violencia desde el Estado comienza con gobernantes poniendo etiquetas simplonas, tontas e hirientes a ciertos grupos sociales con el fin de ganarse una popularidad efímera.

Twitter: @leozuckermann

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