Generaciones enteras vivieron una infancia como la que evoca en , pero solo él la ha llevado al cine, proustianamente, volviéndonos al origen.

A principio de los cincuenta, mi familia vivía en una casa de la colonia Hipódromo. Tenía un diseño funcionalista, con toquecillos art déco en sus herrerías geométricas. En la planta baja, estaba la sala, el comedor y la cocina; en la parte alta, las recámaras de los padres y los niños (mi hermano, mi hermana y yo). Por las mañanas, pasaban los ropavejeros y los afiladores voceando sus servicios. Todo era como en Roma.

Nuestra familia, como la de Cuarón, contaba con otras presencias tutelares: «las muchachas». Del patio trasero subía la escalera al cuarto donde vivían. Hay muchas formas de llamarlas, todas -por desgracia- reminiscentes de las haciendas mexicanas: el servicio, la servidumbre, las criadas. También en nuestro caso eran dos. Petra, la «nana», y su sobrina Raquel. Se repartían el trabajo: cocinaban, hacían las recámaras, fregaban los pisos, iban al «mandado», lavaban, tendían y planchaban la ropa. Eran las relatoras de cuentos, las confidentes, las cantantes. No eran indígenas puras, como Adela y como Cleo, la dulce y estoica mixteca de la película de Cuarón, pero mascullaban palabras en náhuatl. Las veo ahora con sus delantales y sus trenzas, sirviéndonos la merienda y el chocolate caliente. Como las muchachas en Roma.

En el momento que recrea la película (1970-1971) el esplendor arquitectónico de la Roma había cesado, pero la colonia se volvió algo mejor: un laboratorio de convivencia, con sus colegios de excelencia y sus prostíbulos. Recorrer de nuevo esas calles es habitar varios tiempos históricos, no solo por su arquitectura sino por su gente: Juanita la del puesto de periódicos, la señora de la miscelánea o la farmacia, la de la fonda o el cine Gloria. No es casual que en esa colonia hayan vivido tantos escritores y artistas, mexicanos y extranjeros. En una vecindad de la Roma, Ramón López Velarde recobró al íntimo de la provincia. En una casa de la Roma, William Burroughs, jugando a la muerte como macho mexicano, asesinó a su esposa. Y en un extremo de la Roma, en el viejo pueblo de «la Romita», Luis Buñuel filmó varias secuencias de Los olvidados.

La comparación viene al caso. «El Jaibo», Pedro, los adolescentes de Buñuel, no pertenecían a la clase media. Eran los huérfanos de la ciudad, los niños callejeros, cuya vida nómada, abandonada por el padre fantasmal, pendía del hilo delgadísimo de una madre que finalmente sucumbe, como todo su mundo, a la desesperación y la muerte. Los niños de Cuarón enfrentan un destino menos cruel, pero en sus vidas hay un vacío similar, el del padre, y una luz parecida, la de la madre.

En Los olvidados, la madre encarna esa palabra mágica de mil usos que, como escribió Octavio Paz, está en el centro del habla mexicana: la chingada. Es la víctima inerme del macho atrabiliario, la hollada, la hendida, la vencida, la vejada, la abandonada, la desamparada.

En Roma, la chingada se desdobla: la señora de la casa y la sirvienta. Ambas sueñan, pero sus sueños son distintos. En su alcoba, Sofía sueña con la armonía familiar. En la azotea de la casa, entre la ropa tendida y el nítido paisaje de la ciudad, Cleo tiene ensueños de amor conyugal. Los sueños se trastocan en pesadilla. A ambas las chingan sus hombres, vanos, violentos, pretenciosos, cada uno a su manera. Pero no sucumben. Unidas en el amor, se salvan.

La escena emblemática de la película es el abrazo de los cuatro hijos y Sofía con Cleo, entre las olas encrespadas del golfo de México. Más que un abrazo es un árbol de brazos, un árbol sacramental. Es el árbol de la familia mexicana. Los niños crecerán en el México políticamente convulso de los setenta que se insinúa en la película, pero tendrán el amparo de las providentes.

¿Saldrá adelante Cleo? ¿Formará su propia familia? Una cosa está clara: nadie la vejará más. Y si viviera hoy, a sus casi setenta años, le habría gustado ver el reciente laudo de la Suprema Corte otorgando plenos derechos laborales a empleadas del servicio doméstico, como ella. Sofía saldrá adelante, y acaso uno de sus hijos recreará libremente en el cine, medio siglo después, el milagro de aquella muchacha que melló con amor los filos brutales de la palabra más terrible del habla mexicana.

Una versión de este texto apareció en la edición en español de The New York Times el 14 de diciembre de 2018.

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