La socióloga, politóloga y activista chilena Marta Harnecker, una de las expertas en teoría marxista más influyentes de la izquierda latinoamericana, murió el 15 de junio a los 82 años. Su libro Los conceptos elementales del materialismo histórico, escrito en 1969, tuvo un enorme impacto. Esa obra sobre marxismo —de prosa condensada, sintetizada y accesible— fue uno de los materiales esenciales para los estudiantes universitarios durante los años setenta y principios de los ochenta. Desde su aparición, ha vendido casi un millón de copias en español y portugués, por lo que se considera una de las publicaciones de no ficción más vendidas en América Latina.

El manual de Harnecker apareció en un momento en el que muchos latinoamericanos buscaban una forma razonable de oponerse a un statu quo que consideraban inaceptable en términos sociales, económicos, políticos y culturales. Fue una alternativa teórica a las opciones dogmáticas y arriesgadas planteadas por los partidos comunistas tradicionales de la región o basadas en el modelo radical de Ernesto “Che” Guevara para la guerrilla. Harnecker ofreció un modelo distinto: procubano, ni violento ni radical; una alternativa a la socialdemocracia.

Después de la Revolución cubana, la izquierda en América Latina evolucionó en dos direcciones. Una es la que he llamado la “derecha” de la izquierda, que nació de la teoría marxista y el comunismo y es la izquierda moderada, globalizada y democrática que con el tiempo derivó en los partidos socialdemócratas de Chile, Brasil, Uruguay y El Salvador. La izquierda “dura” tiene sus orígenes en el catolicismo, el populismo y la Revolución cubana. Harnecker pertenecía al último .

Marta Harnecker estudió con el filósofo marxista Louis Althusser en París en la década de los sesenta. Con su obra, ella logró sintetizar ideas complejas gracias a los métodos que aprendió —igual que otros discípulos, como Régis Debray—, con el filósofo francés. ¿Revolución en la revolución?, el influyente libro de Debray escrito en 1967, fue el modelo que adoptó Fidel Castro y definió las nuevas tácticas de la guerrilla latinoamericana. Debray vivió en Chile durante la época de Salvador Allende, al igual que Harnecker, quien trabajó como periodista con el cabecilla de espionaje cubano que más tarde se convirtió en su esposo, Manuel Piñeiro.

Aunque la izquierda marxista perdió ímpetu ideológico a mediados de la década de los ochenta, Harnecker, sin embargo, mantuvo una gran influencia en la región. Piñeiro, conocido como Barbarroja o Ministro de la Revolución, dirigió los servicios de seguridad de Cuba y dirigió el apoyo cubano a los grupos guerrilleros en toda América Latina durante décadas. A través de él, Harnecker mantuvo el pulso de La Habana y estuvo en sintonía con todos los grupos de izquierda del hemisferio, tanto de como de la vieja guardia.

Se volvió una partidaria de Hugo Chávez cuando llegó a la presidencia de Venezuela en 1999 y dedicó su enorme talento intelectual a proveerle el marco teórico del “socialismo del siglo XXI”. Era una tarea imposible: como escribió el mismo Karl Marx, a menudo la se repite; la primera vez como tragedia y la segunda, como farsa. Fue lo que sucedió con Harnecker y Hugo Chávez.

Quizá sea el último símbolo de la izquierda latinoamericana de los sesenta y setenta en abandonarnos, ahora que la vieja guardia de Cuba se desvanece y el experimento venezolano se convierte en una crisis humanitaria. Solo en hay quienes siguen receptivos a muchas de las ideas que Harnecker desarrolló y promovió por la región. Aunque en la actualidad pocas personas saben quién es, su legado será recordado por quienes siguieron la evolución de la izquierda intelectual latinoamericana en los últimos cincuenta años.

Esa evolución siguió varios caminos, entre los cuales destacan dos. Uno fue el impulsado por un sector de la extrema izquierda de la región: Cuba, los sandinistas en Nicaragua, Chávez, Evo Morales en Bolivia (aunque en menor medida), facciones más pequeñas en otros países y una gran parte de la izquierda mexicana. Esta “izquierda” era autoritaria, estatista, nacionalista o antimperialista, con cierta predilección por la lucha armada y totalmente subordinada a La Habana. Nunca atravesó el proceso de modernización que experimentaron la izquierda europea y algunos sectores de la izquierda latinoamericana.

Este fue el caso de muchos intelectuales de la región, desde sociólogos como Fernando Henrique Cardoso de Brasil (presidente de ese país entre 1994 y 2002), exiliados chilenos que regresaron de Europa Oriental a finales de los años ochenta a antiguas guerrillas uruguayas reformadas hasta descendientes del Partido Comunista, así como escritores y activistas como yo.

Cuando a principios de los noventa publiqué La utopía desarmada, la izquierda armada prácticamente había desaparecido —el movimiento zapatista de 1994 en México fue una pantomima— y gran parte de los líderes y partidos progresistas de la región vivían una transición a otra estrategia. Tal proceso involucró una ruta electoral al poder, la aceptación del mercado, una representativa, la globalización, las libertades individuales y un modus vivendi con Estados Unidos.

Para principios de la década de 2000, la “mejor mitad” de la izquierda latinoamericana llegó al poder en países tan distintos como Chile y Uruguay, Brasil y, un poco más tarde, El Salvador. En un primer momento tuvo un gran éxito y fue popular. Por desgracia, terminó por repetir muchos de los flagelos tradicionales de la región: , mala administración económica y ambición excesiva. Con todo, sentó las bases para una alternancia en el poder, recurrente y democrática, entre la derecha y la izquierda, algo que en América Latina nunca había ocurrido durante un periodo de tiempo sostenido. Es la base del experimento actual en México —como de costumbre con mi país, a otro ritmo y en tiempos distintos de los demás), que quizá algún día se realice en Cuba, Venezuela y Colombia.

El descenso de la llamada “marea rosada”, que comenzó hace unos cinco años, y el fallecimiento de Fidel Castro (y de casi toda la generación de la década de los sesenta) marcaron el fin de una era. La muerte de Marta Harnecker lo confirma.

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