El quinto aniversario de la desaparición de 43 estudiantes normalistas de en Iguala ha generado diversas reacciones. Van desde lo estrujante hasta lo patético, pasando por el cinismo, la buena fe ingenua y la franca desfachatez. Provienen de tres grandes sectores: la sociedad civil organizada desde 2014 para buscar a los , a sus posibles asesinos, y a sus posibles cómplices en “el Estado”; el , y la comentocracia.

Esta última es todo menos que homogénea, pero muchas de sus expresiones convergen en un punto: no enfrentar a los padres y madres de los desparecidos, ni a los activistas que los rodean, a sabiendas que su lucha, a estas alturas, difícilmente desembocará en  un bálsamo para las familias, o en algo que se asemeje a la justicia. Es demasiado peligroso —en las redes, se entiende— afirmar que la nueva investigación no arrojará ningún resultado nuevo, a más de cinco años de los acontecimientos; y que  probablemente no  existe ningún secreto —físico, forense, político, militar, personal— cuya revelación aporte datos desconocidos. Como en la gran mayoría de los casos análogos en y en el mundo, lo que no se descubre o confirma de inmediato, permanece en la sombra a perpetuidad. Es doloroso decirlo, y con algo de razón buena parte de la comentocracia prefiere desistir de ello.

Los activistas y los familiares se hallan en una situación contradictoria. Utilizaron el caso con gran eficacia contra el gobierno de : “Fue el Estado”. La incompetencia, la desidia, la y la tortura gubernamentales, en los tres ordenes de gobierno y en todos los ámbitos del gobierno federal —incluyendo al — contribuyeron a dicha eficacia. El “movimiento” logró descalificar “la verdad histórica” a ojos de la sociedad mexicana y de la comunidad internacional, sin contar con una alternativa verosímil, salvo que “se investigue hasta las últimas consecuencias”. Nadie puede albergar dudas sobre el propósito político del movimiento: debilitar a Peña y apoyar a la izquierda —toda, incluyendo a — para llegar al poder.

Ahora cuentan con un gobierno de izquierda. No el que muchos de ellos desearían, seguramente, pero de izquierda al fin. Aunque algunos desquiciados podrán insistir en que de nuevo “fue el Estado”, ya no pueden culpar a López Obrador o a su equipo ni de lo sucedido en Iguala, ni de la falta de avances en la investigación, ni de la ausencia de nuevos resultados. Pedirán, obviamente, la cabeza de Zerón, Murillo Karam y hasta en los casos más extremos, de Peña Nieto, pero ni eso contribuirá a “saber” que sucedió. Muchos de los familiares seguirán, lógicamente, con la esperanza de que ahora sí habrá una explicación, una “verdad” verdadera, un cierre emocional definitivo, pero los activistas todos se percatan que no será así. Seguirán con su fuga hacia adelante.

Po último, el gobierno. Su estrategia se centra en dos ejes contradictorios. Por un lado, y de manera ignominiosa, reduce el tema de los 40 mil desparecidos durante los trece años transcurridos desde que comenzó la hecatombe, a los 43 de Ayotzinapa. Altos funcionarios se lo han confiado a múltiples interlocutores internos y externos: son esos, y nada más. Aunque Alejandro Encinas confiese que obran en su poder 40 mil nombres y 26 mil cadáveres o restos, y que por lo tanto el “match” progresivo es asunto de dinero, trabajo y voluntad política, apuesto que para cuando termine el sexenio, el número de compaginaciones será mínimo, si no es que nulo.

Pero tampoco dispondrá el gobierno de mucho margen para lograr avances en el caso emblemático de Ayotzinapa. Si en nueve meses de encontrarse en funciones y más de un año en el poder, no se ha encontrado ningún nuevo elemento, ninguna nueva pista, ninguna nueva explicación, es improbable que el tiempo cambie las cosas. Lo más que podrá entregar López Obrador serán esas cabezas de sus predecesores, no una respuesta alternativa, una “verdad” diferente. Ni 40 mil desapariciones resueltas, ni 43.

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