Europa, a principios del siglo XX, era el centro geopolítico del mundo. La región llevaba varias décadas en paz. Las perenes confrontaciones bélicas habían desaparecido. En este contexto, el 28 de junio de 1914, un grupo de nacionalistas bosnios asesinó al archiduque Francisco Fernando de Austria, en Sarajevo. En la capital del imperio austro-húngaro, los vieneses continuaron su vida como si nada. Sin embargo, el asesinato generó un efecto dominó en la geopolítica europea. Las fichas cayeron de manera rápida e incontrolable. Muy pronto, las principales potencias europeas estaban enfrentadas en dos bandos. Había comenzado la Primera Guerra Mundial, una de las más sangrientas de la historia.
El comienzo de este conflicto bélico, que dejó entre nueve y diez millones de muertos, es un ejemplo de cómo un evento va escalando hasta terminar en una desgracia épica. ¿Será que estos días estamos viviendo algo similar con el asesinato del general iraní Qasem Soleimani, número dos del régimen teocrático de Teherán?
No faltan en la prensa quienes, acostumbrados al sensacionalismo mediático, presentan la ejecución de Soleimani como prólogo de una posible Tercera Guerra Mundial. De que esto es posible, es posible. Ahí está el caso de cómo comenzó la Primera. Pero también, desde entonces, los gobiernos han aprendido a comportarse con mayor prudencia y responsabilidad.
Es lógico. El desarrollo tecnológico ha producido nuevas armas que son más sangrientas a las que había en el siglo pasado. Dejo a un lado los arsenales nucleares que simplemente son apocalípticos. Me refiero a armas como los drones que mataron, con precisión milimétrica, al general Soleimani. El daño colateral de estos artefactos —la muerte de civiles inocentes— son brutales, como se ha demostrado en Afganistán e Irak estos años.
Además, por fortuna, las sociedades se han vuelto más refractarias a los conflictos bélicos. Los estadunidenses lo saben bien. Parte de su derrota en Vietnam se debió al creciente rechazo social a esa guerra que, por cierto, también comenzó con eventos aislados y fue escalando al punto de que Estados Unidos llegó a tener medio millón de soldados en esa nación asiática.
En principio, puede haber una reacción nacionalista exacerbada por el discurso político. Pero, conforme va subiendo el número de muertos, el apoyo de la opinión pública a la guerra va menguando. Sobre todo en estas épocas de redes sociales. En la Segunda Guerra Mundial, la gente se enteraba de lo ocurrido por la radio y noticiarios en los cines. Todos los gobiernos censuraban la información negativa. En Vietnam, la cosa ya fue diferente: la primera guerra que se trasmitió por televisión. Muchos no tuvieron el estómago de ver las realidades en el campo de batalla. Pensemos, ahora, lo que ocurriría en la actualidad, donde la transmisión de información es en tiempo real y sin mediación por parte de los medios tradicionales.
Vayamos a lo que ocurrió en días recientes. Una milicia apoyada por Irán lanzó unos misiles que mataron a un contratista estadunidense en Irak. Grupos chiitas con vínculos al régimen de Teherán asaltaron la embajada de Estados Unidos en Bagdad. El presidente Trump, entonces, decidió asesinar al general más importante de Irán. Los iraníes reaccionaron bombardeando dos bases estadunidenses en Irak.
Extraña y sorprendentemente, no mataron a ningún estadunidense. Dice Estados Unidos que esto se debió a una labor de inteligencia que anticipó el ataque. La televisión estatal de Irán, sin embargo, afirma que hubo por lo menos 80 muertos de personal de EU. Yo le creo a la versión de nuestro vecino, porque ahí existe libertad de prensa y sería un escándalo que el gobierno de Trump mintiera sobre un solo muerto de ese país. En Irán, en cambio, toda la información la controla el gobierno. En este sentido, su ataque con misiles, en venganza por el asesinato de Soleimani, parece más un ejercicio para “salvar la cara” frente a su población.
De inmediato, Irán declaró que ahí muere el asunto. No quieren guerra. Trump les tomó la palabra. Todo indica que ahí quedará este episodio. No habrá, por lo pronto y por fortuna, Tercera Guerra Mundial.
El conflicto en Oriente Medio, no obstante, continuará. Ahí están involucrados no sólo Irak e Irán, sino Israel, Líbano, Siria, Arabia Saudita, Qatar, Yemen y Afganistán. Y detrás de cada uno de estos países hay apoyos explícitos e implícitos de Estados Unidos, Rusia y China. Nada nuevo en el histórico polvorín de esta región, la más inestable del mundo.
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