Comienzo este artículo advirtiendo que no tengo absolutamente ningún problema en que la gente se enriquezca producto de un trabajo lícito. Es lo que ha llevado al a convertirse en el sistema económico más exitoso de la de la humanidad.

Tampoco me parece mal la riqueza heredada. Si el beneficiario quiere conservar su patrimonio, tendrá que trabajar igual o más que la persona que se lo heredó; de lo contrario, más temprano que tarde, perderá el peculio recibido.

En suma, no tengo nada per se en contra de los ricos.

Los que sí me parecen unos estúpidos son los que no entienden lo privilegiados que son en una sociedad tan desigual. Los indolentes que, frente a la tragedia de los otros, presumen su riqueza de manera enfermiza. Los que no tienen empatía ni con las clases medias ni, mucho menos, con los pobres de su país.

¿Por qué digo esto?

El viernes abrí uno de los periódicos que leo diario. No voy a decir el nombre porque me parece poco elegante siendo uno de los competidores de El Excélsior. Pues bien, el rotativo en cuestión tiene una revista de sociales que se publica semanalmente. Los lectores de esta columna saben que quien escribe estas líneas aborrece este tipo de publicaciones. Son la literatura más revolucionaria que puede haber.

Después de leerlas o, más bien, verlas, porque están diseñadas para eso, uno quiere dejar todo para irse a la sierra a hacer la revolución. Es ahí donde, estúpidamente, se anuncian los ricos (porque pagan para aparecer) a fin de presumir su riqueza. “¿De qué sirve la prosperidad si no es para enseñarla al mundo?”, piensan, en el colmo de su egolatría.

Si de por sí en tiempos normales es insoportable ver a estos opulentos indolentes presumiendo sus casas, muebles, “obras de arte”, ropa de moda, mascotas, torneos de golf, fiestas y trofeos de caza, pues ahora, en esta crisis del coronavirus, han inventado un nuevo concepto.

Agárrese usted: ¡cómo están pasando su cómodo y feliz confinamiento!

Sí. Mientras que las clases medias y los pobres están aislados en espacios más reducidos y preocupados por la economía nacional, una familia (no revelo sus nombres porque yo, a diferencia de ellos, sí creo en el derecho a la privacidad) presume en la portada de la revista cómo están en un “Oasis de calma” en “su casa de descanso”. Felices, papá, mamá y los tres niños sonríen en “el lugar ideal para pasar los días de aislamiento”: una casa en una hermosa playa.

Ya en el interior de la revista, se ve otra familia confinada en una preciosa hacienda en Mérida, cuatro amigos bebiendo vino en la playa, otra tomando el sol en un jardín donde confiesa que celebraron su cumpleaños con un pastel.

Dos familias presumen sus casas de Valle de Bravo, donde están respirando aire fresco, jugando, “valorando el país” y viendo series y películas.

En el colmo del cliché cursi, vemos a una mujer  —con un extraño traje de baño de tres piezas— durante la puesta de sol en Acapulco, a punto de descorchar una botella de champagne con un mini-perrito de nombre Karlito (sí, con k), el cual parece un hermoso peluche. “Todos los días tenemos algo que aprender, algo que perdonar y muchas cosas que agradecer” declara la “diseñadora de modas”.

Nada que ver estos riquillos tercermundistas con los billonarios estadunidenses.

Algunos de ellos, de acuerdo a Bloomberg, han escapado a la pandemia del coronavirus agarrando sus aviones privados y trasladándose a Nueva Zelanda.

Resulta que ahí existe todo un negocio para los súper ricos: lujosas residencias aisladas del mundo que cuentan con un búnker para protegerse de cualquier contingencia mundial.

El costo promedio del refugio —de unas 150 toneladas de peso— es de tres millones de dólares. “Pero fácilmente puede llegar hasta ocho millones con características adicionales como baños de lujo, cuartos de juego, campos de tiro, gimnasios, teatros y camas quirúrgicas”.

Cuando uno ve y lee estas cosas resulta muy difícil defender al sistema capitalista.

Mientras la mayoría del mundo está sufriendo sanitaria y económicamente, hay algunos ricos indolentes que no entienden este momento histórico crítico.

Como los aristócratas rusos que, mientras se levantaba el pueblo en su contra, seguían dando fiestas en sus lujosos palacios de San Petersburgo. Brindando con champagne y acariciando a sus Karlitos.

 

Twitter: @leozuckermann

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