Los filósofos griegos equiparaban la responsabilidad de un dirigente político con la de un médico. Ambas vocaciones debían servir a la salud -la salud del paciente y la salud de la sociedad- y suponían dos virtudes esenciales: el desinterés y el conocimiento.

El argumento del desinterés en la medicina y la -me informa mi amigo, el filósofo Julio Hubard, a quien debo las citas- está en la República de Platón. Sócrates persuade a Trasímaco de que el médico, si lo es cabalmente, examina y dispone lo mejor para el enfermo, no para sí mismo. El médico, le explica, se parece al piloto, «que es gobernante de marineros, y no un marinero». Como piloto-gobernante «atenderá y dispondrá» lo que «le conviene no a él sino al marinero-gobernado». Trasímaco lo admite a duras penas. Finalmente, Sócrates concluye:

Entonces, Trasímaco, en ningún tipo de aquel que gobierna, en tanto gobernante, examina y dispone lo que le conviene a él, sino lo que conviene al gobernado […] para quien emplea su arte. Con la vista en el gobernado y en lo que al gobernado conviene, el gobernante dice todo lo que dice y hace todo lo que hace.

La vindicación del conocimiento en la política y la medicina está en la Política de Aristóteles:

[…] los médicos, cuando están enfermos, mandan llamar para sí mismos a otros médicos. Parece entonces que puede aplicarse el mismo principio a la elección: el elegir bien es misión de los expertos.

Karl Popper, el gran teórico de la sociedad abierta, criticaba la idea del gobierno de los expertos por ser limitativa para la , pero el tema aquí no es el procedimiento de elección sino la calidad ética del liderazgo democráticamente electo. Y en el de hoy esa calidad ética está en entredicho. La politización de la medicina daña al paciente y a la sociedad.

El doctor López-Gatell no actúa como médico sino como político. La consignará sus frases tristemente célebres como «la fuerza del presidente es moral, no es una fuerza de contagio» o sus diagnósticos de la «sospechosa sincronía» del Wall Street Journal, New York Times, El País en la publicación de cifras de enfermos y fallecidos que refutaban sus datos. Este escamoteo de la información es ya de suyo una falta mayor a su responsabilidad como servidor público (eso es lo que es, no un servidor del presidente) porque el ocultamiento o maquillaje de la verdad no contribuye a la acción responsable y autónoma de la colectividad. Pero aún más graves son los errores voluntarios que se cometieron desde el inicio, como la aplicación improcedente del método Centinela que condujo a un diagnóstico equivocado con consecuencias letales. Todo esto implica una falta al juramento hipocrático cuyo dictado es evitar el daño.

El presidente López Obrador no actúa como político sino como médico. Pero un médico peculiar. No un médico mercantilizado por la ciencia neoliberal, esa que se aprende en universidades y centros de salud en el extranjero. Él es distinto. Confiado en su visión, destruyó un sistema de salud en operación que contaba con reconocimiento internacional para sustituirlo por una quimera; confiado en su buena estrella, mermó el Fondo para enfermedades catastróficas que hubiese ayudado a aliviar la penuria actual; confiado en aquello que llama «sus datos», predicó con el ejemplo y la palabra, por los medios y las redes, que a la pandemia había que desafiarla con abrazos, muchos abrazos.

¿Qué clase de médico es el presidente? Es un médico anterior a los griegos, un médico que no cura, pero salva. Es un rey taumaturgo. La medicina es él, su tacto purificador, su aura, su abrazo, su beso, su selfi, su palabra.

Un dirigente político que actuase con sentido humano (no a partir de una autoproclamada advocación divina) utilizaría otras medicinas. Escucharía a los verdaderos expertos nacionales y extranjeros; se aseguraría de tener los datos objetivos y fidedignos para comunicarlos a la ciudadanía con verdad y claridad; garantizaría el acopio de equipos y medicinas pertinentes para hoy y para el ; promovería una campaña de comprensión y apoyo al personal médico y de enfermería que cada día arriesga su vida para salvar la del prójimo; alentaría la unidad nacional; convocaría a un pacto económico para enfrentar la crisis y vislumbrar la reconstrucción; y, sobre todas las cosas, adoptaría ese rasgo elemental de compasión que rara vez o nunca se advierte en el rostro presidencial cuando se trata de las víctimas: la empatía.

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