Decía ayer Pascal Beltrán del Río que los mexicanos debíamos aprender de lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Como nuestro vecino del norte, somos “un país polarizado. También, enojado por años de malos gobiernos. Igualmente, desubicado en cuanto a su esencia y los valores que lo mantenían unido”. Concluía el director de Excélsior en su columna: “Hemos visto las barbas del vecino cortar. Es tiempo de poner las nuestras a remojar”.
No podía estar más de acuerdo.
Aunque lo que polariza en Estados Unidos es diferente a México, tenemos algo en común que yo quisiera destacar: dos presidentes que, en lugar de unir a la población en estos tiempos críticos de pandemia, siguen dividiendo a la ciudadanía. Me refiero, desde luego, a Donald Trump y a Andrés Manuel López Obrador.
Si todavía viviera, diría el filósofo de Güemes, “los que polarizan, polarizan”.
Desde el púlpito presidencial tenemos dos personajes que no sólo les encanta dividir, sino que están convencidos de que es su mejor estrategia político-electoral. Pues eso tiene consecuencias.
Se trata de la política del conflicto permanente. Saben que el pasto está seco y, en lugar de regarlo, esparcen gasolina cuando se prende el fuego.
En el caso de Estados Unidos, cuatro policías de Minnesota, racistas y cretinos, mataron a un afroamericano, George Floyd, con toda tranquilidad e impunidad. Uno de los orangutanes uniformados lo estranguló con su rodilla durante ocho minutos. Ya sometido, Floyd pedía que lo soltaran porque no podía respirar. El evento fue grabado por los transeúntes e inmediatamente subido a las redes sociales. Esto generó, con toda razón, una indignación social enorme que desembocó en manifestaciones y hasta motines a lo largo y ancho del territorio estadunidense.
¿Y qué hizo Trump?
En lugar de calmar las aguas, las agitó más.
No voy a repetir las barbaridades que ha dicho estos días el Presidente de Estados Unidos. Sólo voy a mencionar una que tuiteó: “Cuando comienza el saqueo, comienza el tiroteo”. Se trata de una frase muy conocida de los años de protesta a favor de los derechos civiles de los afroamericanos, invocada por un jefe de policía racista de aquella época y ampliamente rechazada desde entonces.
Pero Trump, como siempre, está en campaña. A él le tiene sin cuidado que lo identifiquen como un racista de mano dura porque, a fin de cuentas, eso le gusta a su base electoral. Y es que muchos estadunidenses se asustan con la gente en la calle, particularmente las minorías, y quieren que sus gobiernos los repriman para restaurar la “ley y el orden”.
Parte de la estrategia de Trump es, como siempre, echarle la culpa a los medios de comunicación. “Con sus coberturas fomentan el odio y la anarquía”, ha señalado el Presidente polarizador.
Mismo guion sigue nuestro Presidente. Con una diferencia. Aquí el conflicto no es de raza, sino de clase social. En el mundo maniqueo de López Obrador, los malos son las clases medias y ricas del país; los buenos son los pobres. Una y otra vez repite este discurso divisivo. Últimamente, lo ha utilizado más en la medida en que la pandemia del coronavirus generará una fuerte crisis económica y millones de nuevos pobres en México.
La pregunta es cuál será el cerillo que prenderá la pradera muy seca en nuestro país, como fue el caso de Floyd en Estados Unidos. ¿Cómo reaccionará AMLO? ¿Le echará más gasolina al fuego? ¿Atizarán aún más las diferencias sociales desde el púlpito presidencial? ¿Veremos a las Fuerzas Armadas y las policías reprimiendo ciudadanos que estén saqueando las tiendas de los ricos avaros?
No lo sé y, de todo corazón, espero que no lleguemos a una circunstancia parecida a la de Estados Unidos.
Pero de lo que sí estoy seguro es de que la política del conflicto produce consecuencias.
Un jefe de Estado que siembra polarización, cosecha eso. A lo mejor a él y a su movimiento les conviene políticamente. Pero se corre el riesgo de terminar con un problema de orden social. De un país dividido en dos campos. De masas cada vez más enfurecidas entre ellos. En el extremo, se puede acabar en una guerra civil, tal y como ocurrió en Estados Unidos en el siglo XIX. Una carnicería difícil de controlar. Como bien lo decía el periodista Manuel Chaves Nogales en el caso español: “Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran en España”. El problema es cuando esos idiotas y asesinos se multiplican azuzados por el discurso polarizador de la institución presidencial.
Twitter: @leozuckermann