Varios comentaristas han subrayado la paradójica semejanza entre los gobiernos de Carlos Salinas y López Obrador a propósito de los dos acuerdos de libre comercio que firmaron con Estados Unidos y Canadá. A muchos extraña que el neoliberal por excelencia y el nacionalista revolucionario por excelencia ambos hayan conducido al país por esos rumbos —Salinas de manera más voluntaria, AMLO más resignado. Pero la similitud va más allá del rumbo.
Algunos nos opusimos al TLC tal y como lo negoció Salinas. Otros lo apoyaron por razones sinceras y robustas, y otros más por oportunismo y fiebre reeleccionista. Nadie podía respaldarlo y a la vez subrayar sus limitaciones, riesgos y contradicciones. El gobierno, tampoco. Siguiendo la máxima levantina de no hablar mal del camello, Salinas sobrevendió el TLC, tanto en México como en Estados Unidos. Allá, con la consigna de mejor exportar bienes que personas, convenció a algunos congresistas titubeantes que el TLC reduciría la migración mexicana, tanto documentada como sin papeles. Aquí, prometió tasas mucho mayores de crecimiento, de empleo, de ingresos y de modernidad. La verdad, no le quedaba de otra: o prometía el oro y el moro, o no salía el asunto.
Ilustración: Cecilia Ruiz
Supimos, años después, que sin menoscabo de lo que el TLC sí trajo consigo —un sector exportador manufacturero competitivo y una vigorosa agricultura de exportación intensiva en capital, mayor inversión extranjera durante un tiempo, mayor seguridad jurídica para algunos empresarios, por algún tiempo— no trajo lo prometido. Sabemos hoy que durante los primeros 20 años de vigencia, la tasa promedio de crecimiento económico anual se situó en 2.2 %, es decir, menos de 1 % per cápita por año; que el sector exportador no incorporó ni insumos ni mano de obra en la escala esperada; que los salarios reales en el sector exportador permanecieron en niveles vergonzosos —el salario promedio en la industria automotriz, la joya de la corona, es de 400 dólares mensuales—, y que la migración mexicana a Estados Unidos entre 1994 y 2008 fue la más elevada de la historia en números absolutos.
¿Nos habría ido peor sin el TLC? Es posible, como es cierto también que una serie de acontecimientos subsiguientes y por lo menos directamente ajenos al TLC neutralizaron sus hipotéticos efectos positivos: el alzamiento zapatista, el asesinato de Colosio, la debacle de noviembre y diciembre de 1994, la crisis de 1997, la alternancia del 2000, etc. Quizás no habría que haber hablado tan bien del camello.
López Obrador estaba haciendo lo mismo antes de la pandemia, y lo sigue haciendo en plena hecatombe. Salvo las posibles ventajas —salariales, de condiciones de trabajo, etc.— muy a futuro y en cuanto a democratización y reconstrucción de un movimiento sindical independiente en México, el T-MEC no le trae nada especial, ventajoso o importante a México. Su único mérito consiste en existir, o en otras palabras, que la alternativa —ni TLCAN ni T-MEC— era peor. Nadie en su sano juicio en México o Canadá hubiera preferido lo que sucedió con Trump al statu quo ante. Como este último parecía ser inviable, Peña y AMLO optaron por un T-MEC (no exactamente el mismo) que difícilmente cambiará el rumbo económico del país. ¿Cuál rumbo? El de 1994-2018, y el de 2018-2020, antes de la pandemia. Esperar más del T-MEC equivale a sobrevenderlo de nuevo.
¿Podría López Obrador hablar menos bien del camello? Confieso que no veo muy bien cómo, sobre todo tomando en cuenta que no tiene mucho más que vender. Pero no le sería inútil leer —es un decir— algunos análisis de la sobreventa del TLCAN y de los resultados reales del mismo antes de entusiasmarse tanto. El acuerdo será administrado, a partir de enero del 2021, por los Demócratas, incluyendo a los sindicatos, los partidarios de Bernie Sanders, los ecologistas de AOC y la comentocracia antiTrump.