A pesar de que exigimos mucho -con razón- que nuestros líderes y gobiernos actúen de manera impecable y sean los primeros en demostrar el camino correcto que nos beneficie a todas y a todos, la realidad es que la mayoría de los cambios relevantes en la sociedad mexicana surgen de la gente y de la decisión de los ciudadanos para modificar lo que nos afecta.

Ayuda que quienes están al frente de varias de las decisiones públicas que impactan en nuestra vida cotidiana asuman su responsabilidad y sean la imagen de aquello que quisieran comunicar a la gente para avanzar en diferentes medidas y acciones que brinden condiciones de vida adecuadas a la mayor parte de la población, pero el poder de la sociedad radica en que si no lo hacen, nosotros podemos tomar el estandarte y dar la muestra de lo que se tiene que hacer para lograr soluciones.

Porque podemos utilizar la ausencia de ese ejemplo oficial para obtener la coartada perfecta y justificar que si los que “mandan” no son los primeros en cumplir las normas y las reglas, ¿por qué lo deberíamos hacer nosotros?

Ese pretexto ha permitido que dejemos a un lado la corresponsabilidad que nos involucra en cada una de las decisiones que se toman en el marco de las leyes y las disposiciones gubernamentales. Y hablo desde tolerar la corrupción, hasta evitar la denuncia de un delito o una violación menor en las calles de cualquiera de nuestras ciudades.

Con ello olvidamos, a veces por conveniencia, que el ejemplo más poderoso que una sociedad puede imitar proviene del acuerdo de sus miembros de no aceptar una conducta que está en contra del bien común. No permitir que nadie fume en un lugar prohibido es el botón de muestra más claro; en un plano de emergencia, nuestra organización después de un sismo o cualquier otra catástrofe natural es otra señal de que podemos ponernos de acuerdo sin que nadie nos lo pida.

Una de las preguntas recurrentes durante esta es por qué no hemos reaccionado de la misma forma en estos meses y nos hemos mantenido a la expectativa en medio de la confusión y de un mar de desinformación relacionado con este tipo de coronavirus, sin importar cuál es la fuente por la que obtenemos los datos.

Supongo que seguimos incrédulos acerca de la enorme capacidad de contagio de este virus y de la letalidad de la enfermedad que provoca, la Covid-19, sobre un porcentaje alarmante de pacientes con padecimientos crónicos y malos hábitos de salud.

Si le sumamos que descalificar al coronavirus nos permite ocultar que durante muchos años nos hemos rehusado a seguir hábitos más saludables y a disminuir el consumo de alimentos procesados, demasiado populares en nuestro país, entonces volvemos a tener la excusa ideal para seguir con nuestras malas costumbres sin mucha culpa, ¿de qué otra manera podríamos entonces entender que en cada estante de cada tiendita aparezcan a diario bolsas de papas fritas y litros con refresco? ¿Cierto?

No es tan sencillo. Hay tres formas en que una sociedad cambia: por miedo a la sanción, por vergüenza pública y, las más importante, por convencimiento de que la medida nos ayuda a vivir mejor.

Si queremos que, desde el uso de cubrebocas y hasta la elección de buenas autoridades, sucedan como un hábito y no producto de la suerte, el ejemplo empieza con nosotros, igual que las transformaciones.

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