Setenta y ocho mil ochocientos ochenta muertos de Covid. Las autoridades consignan la cifra. Supongo que así sienten cumplir con su deber. Pero detrás de cada unidad de esa suma existió una persona con nombre y apellido, alguien que tuvo padres, hijos, un rasgo específico, un trabajo, un amor, una esperanza. Alguien que no debemos olvidar.
Las plagas que han azotado a la humanidad desde tiempos bíblicos han tenido sus relatores. Son famosos los diarios de Samuel Pepys y Daniel Defoe sobre las plagas en la Inglaterra del siglo XVII. Y en México contamos con invaluables crónicas y testimonios pictográficos sobre las pestes que diezmaron a la población indígena en los siglos XVI y XVII.
También la memoria judía guarda testimonios. Debo a mi amigo Leon Wieseltier la noticia de un raro manuscrito sobre la peste bubónica en el norte de Italia en el siglo XVII. Su autor fue un doctor llamado Abraham Catalano. Su título podría ser el de nuestro tiempo: El mundo de cabeza (Olam Hafukh, en hebreo). Existe una traducción parcial al inglés. Comienza así:
He sido testigo del dolor que la terrible plaga provocó en la ciudad de Padua y en sus perplejos habitantes en el año de 1631. En esta obra, testimonio de mi recuerdo y mi aflicción (yo, siendo Abraham Catalano), amargamente me dirijo a las futuras generaciones, a los niños no nacidos, para que conozcan en detalle los hechos tal como sucedieron.
El recuento es estremecedor no solo por lo que narra sino por el modo en que se narra. Catalano -judío religioso, como todos entonces, pero graduado en la Universidad de Padua- registra con detalle lo que ve, y lo que ve habla por sí mismo. Al irrumpir la plaga, la pequeña comunidad judía concentrada en el Ghetto (721 personas, el 2% de la población total) reaccionó con pavor ante la posibilidad de verse inculpada -como tantas veces en la Edad Media- de envenenar los pozos para provocar la peste. No ocurrió, por fortuna. De hecho, el Provveditore (autoridad civil de Padua, dependiente de Venecia) contribuyó al esfuerzo común de prevenir contagios y salvar vidas fuera y dentro del Ghetto. Librado el escollo, la comunidad hizo imprimir un rezo específico de imploración a Dios y se congregó a leerlo con gran aflicción, para que cesara el castigo. No tuvo eco.
La plaga no golpeó de inmediato a aquellas familias confinadas desde hacía siglos en un espacio mínimo. A sabiendas de que el contagio era inevitable, se organizaron acciones prácticas: acopio de recursos monetarios y víveres («comida, vino, aceite»), apoyo a las familias más pobres, monitoreo del avance de la plaga en la ciudad, aislamiento entre las familias, medidas de higiene en las casas, regulación de servicios religiosos, vigilancia del tráfico en las puertas del Ghetto. A pesar de que los niños mostraron más resistencia al contagio que los mayores, sobre todo los ancianos, la plaga llegó transmitida por un niño que no resistió la tentación de jugar con sus amigos sin saber que acarreaba el mal.
Se discurrió rentar una casa fuera de la ciudad que sirviera de lazareto. Hasta ahí llegaban los enfermos. Y de ahí salían, en una carreta, las procesiones solitarias al cementerio. Catalano llevó la cuenta precisa de la tragedia: las treinta viudas que quedaron sin protección, las quince casas sin un alma, el niño que quedó huérfano y en la absoluta pobreza tras la pérdida de sus once familiares. Y el desgarrador detalle:
El diez del mes Tamuz, la mujer de Solomon Turkito dio a luz mientras estaba enferma y no hubo nadie que se atreviera a estar con ella. Salió hacia el pozo completamente desnuda, gritando como demente y murió. No se halló mujer que amamantara al niño, así que, lamentablemente, se lo envió al lazareto donde llevaron a una cabra para que el niño mamara de sus ubres. Vivió quince días.
La peste dejó diez mil muertos en Padua, la tercera parte de la población. En el Ghetto murieron 421 personas, más de la mitad de aquella comunidad.
Catalano había rentado una nueva casa donde cobijó a su esposa y sus hijos. Dejó tras de sí todas sus pertenencias, «hasta las agujetas». Fue inútil. «También Sara, mi piadosa mujer, murió en la casa nueva […] Habíamos vivido juntos veintiún años». Y transcribió una plegaria sobre el duelo del patriarca Abraham por su mujer: «Fuiste una imagen de belleza […] que duerma Abraham en los brazos de Sara».
¿Quiénes son nuestros muertos? ¿Quién acompaña los rezos de sus deudos? ¿Quién contará su historia?
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