En víspera de las elecciones presidenciales del próximo martes en Estados Unidos, me encuentro en un viaje relámpago por este país. Estoy en uno de esos estados donde ya está definido quién ganará. Los seis miembros del Colegio Electoral de esta entidad se los llevará el presidente Trump.
Aquí no hay competencia. Es un estado republicano hasta el tuétano. Por tanto, no hay campañas. Salvo uno que otro letrerito en algunos jardines, la elección presidencial no existe. No hay spots de propaganda en la televisión. Los dos candidatos no se han aparecido por este estado. Es lógico. No tienen por qué perder tiempo en venir a entidades donde ya está definido quién ganará. Lo mismo sucede en California donde Joe Biden se llevará con toda seguridad los 55 miembros del Colegio Electoral de ese estado.
La elección en realidad se está peleando en nueve estados de los llamados “columpio”, es decir, que pueden irse hacia el lado de Biden o al de Trump. Son Pensilvania, Florida, Michigan, Wisconsin, Arizona, Minnesota, Carolina del Norte, Georgia y Nevada. Ahí se están concentrando las dos campañas, gastando millones de dólares en propaganda y organizando eventos con los candidatos, sus familias o personajes populares que los apoyan.
Es una de las aberraciones del sistema electoral indirecto de Estados Unidos. Los votantes de estados claramente definidos como demócratas o republicanos no existen en el radar electoral. Los únicos que cuentan y pesan son los votantes de los estados “columpio” y, dentro de éstos, los indecisos.
Es increíble que la elección en la súper potencia la definan unos cuantos miles de votos. Y no estoy hablando por lo cerrado de la elección. Hace cuatro años, Hillary Clinton obtuvo 65.85 millones de votos contra 62.98 millones de Trump, una diferencia de 2.87 millones. Nada mal.
Sin embargo, Trump ganó la Presidencia al haber obtenido el mayor número de electores del Colegio Electoral. Tres estados le dieron la victoria al actual mandatario (Pensilvania, Wisconsin y Michigan) donde ganó por un margen estrecho de menos de un punto porcentual. Gracias a unos 80 mil votos en las tres entidades, Trump obtuvo 46 electores que lo llevaron a la Casa Blanca.
Vaya diferencia. Mientras que Clinton obtuvo casi tres millones de votos ciudadanos más que Trump, éste ganó gracias a 80 mil ciudadanos de tres estados. Ésos son los que cuentan y a los que en este momento están cortejando los dos candidatos presidenciales en los nueve estados arriba mencionados.
Para cortejar a esos ciudadanos que definen quién será el presidente, los candidatos le dan un mayor peso a temas locales que a los nacionales. Asuntos como el fracking, que sólo le importa a un puñado de votantes en Pensilvania, y que pueden acabar decidiendo la elección. Los temas de interés nacional quedan eclipsados por estos temas locales.
Es un anacronismo que, en pleno siglo XXI, los estadunidenses sigan votando a su presidente, con un sistema diseñado en el siglo XVIII. Un sistema que sobrerrepresenta a las minorías y que, en la práctica, puede hacer que gane un candidato con menos votos ciudadanos.
Pero ésas son las reglas del juego. Un juego injusto y, creo, insostenible, porque todo indica que, en esta nueva ocasión, el candidato demócrata, Joe Biden, al igual que Al Gore en 2000 y Hillary Clinton en 2016, recibirá más votos que el candidato republicano. Sin embargo, como ocurrió con estos dos personajes, Biden podría perder la Presidencia el próximo martes si Trump vuelve a ganar por pocos votos en los estados “columpio”.
Hoy los apostadores le están dando una probabilidad del 40% de reelegirse al presidente. No está mal. A final de la campaña de 2016, las apuestas le daban un 20% de probabilidad a Trump de ganar y ya sabemos qué pasó.
La pregunta es si el electorado estadunidense aguantará el tercer caso en dos décadas en que gana el candidato menos votado. Un presidente minoritario. Desde luego que los demócratas, quienes han sido las víctimas de este sistema, se quejarán amargamente de lo injusto de las reglas del juego y querrán cambiarlas. Pero los republicanos tendrán todos los incentivos para mantener esas reglas que les favorecen. Siendo el estadunidense un sistema bipartidista, donde se necesita una mayoría de dos terceras partes de ambas cámaras del Congreso para reformar la Constitución y la ratificación de dos terceras partes de los congresos estatales, resulta prácticamente imposible que se cambien las reglas del juego para asegurar que el Presidente de ese país sea, simple y sencillamente, el que gane más votos de los ciudadanos.
Twitter: @leozuckermann