Los casos recientes de violencia en contra de menores de edad, en contextos aterradores de descomposición social y crimen organizado, alertan sobre uno de los principales factores que impide resolver el problema de la inseguridad del país: la falta de atención de niñas, niños y jóvenes en todo el territorio nacional.
No es nuevo que el crimen en sus diferentes niveles recluta, ocupa y desecha, a cientos de menores para labores simples de vigilancia, hasta llegar a tareas complejas que representan cometer delitos de alto impacto. La fantasía de una vida de lujos y poder, tampoco ha ayudado a que la oferta de la ilegalidad sea menos atractiva que, digamos, el estudio o el trabajo lícito.
Por eso no hemos logrado arrebatarle recursos humanos a los grupos de delincuentes y con ello reducir sus posibilidades de mantenimiento y expansión.
Primero, porque como sociedad no combatimos la idea de que se debe tener éxito a cualquier precio y esperamos qur ese cambio de conducta surja por decreto o decisión de nuestras autoridades, cuando gran parte de esa transformación civil nos corresponde a nosotros.
Sin oportunidades educativas, de trabajo y de esparcimiento, con familias fracturadas y en la pobreza, solo podíamos esperar que los delincuentes pusieran sobre la mesa la ilusión de que con ellos hay una oportunidad de salir adelante, en un mundo que no tiene muchos referentes morales cuando se habla de dinero y de poder.
El ejemplo de quienes han tomado, y toman, muchas decisiones no ha sido precisamente de prudencia, austeridad y mesura, una actitud que los alejó de la realidad del país y una de las consecuencias que impulsó el cambio de época que vivimos, con todo y sus accidentes.
Sin embargo, seguimos sin poder construir las redes de protección, de cuidado y de comunicación, que alejen del peligro a niñas, niños y adolescentes.
Creo que ya tenemos claros los factores que los llevan a las manos del crimen, así como las herramientas que sirven para evitarlo y que están relacionadas con mejores condiciones de vida en comunidad.
En ese mismo sentido está nuestra obligación como audiencias de pedir que los contenidos de ficción se apeguen más a una realidad que solo conocemos a través de la tragedia: el crimen es una pirámide, con una base muy ancha y con muy pocos en la cima, que se nutre de complicidades y cuya moneda de cambio es la violencia para delimitar territorios y áreas de influencia.
Pero no solo eso, el espejismo de que se tendrá una vida breve, aunque con lo material resuelto, es la peor mentira en una carrera delincuencial en la que se gana poco, se trabaja mucho y las supuestas bondades se concentran en ciertos liderazgos, conectados por lazos familiares o nexos de protección, principalmente.
No obstante, eso no se lo explicamos a niños y jóvenes, no les demostramos que el contenido que reciben en sus celulares o tablets es tan mentiroso como el que puede tener un anuncio comercial de remedios milagrosos , mientras tomamos muy poco tiempo para escucharlos, entenderlos y comunicarnos con ellos.
Hace unos años, trabajando para reducir el riesgo al que están expuestos lo menores, una de las justificaciones de padres y maestros era su poca afinidad con la tecnología, que los aislaba del contexto de sus hijos y alumnos.
Con el apoyo de las compañías de tecnología, de redes sociales, y de las autoridades, capacitamos a cientos de ellos para que abrieran cuentas y perfiles, aprendieran a usarlas y hasta tuvieran un diploma de aceditación.
Así, cuando alguno de ellas o ellos dijera que su mamá, papá, maestro o tutor, no entendía por edad lo que estaba sucediendo, la respuesta fuera que estaban más que capacitados para hacerlo. Sobra decir que, bajo la supervisión de muchos padres y su cuidado, las posibilidades de reclutamiento del crimen caen drásticamente.
Es un asunto de atención, de tiempo de calidad y de voluntad para involucrarse más allá de proveer lo mínimo indispensable. Nuestras niñas, niños y adolescentes, son el recurso nacional más valioso, uno que si no es bien conducido y administrado, se puede convertir fácilmente en nuestra ruina general.
Si queremos evitarlo es hora de hablar, convivir e intervenir positivamente en la vida de los menores y de los jóvenes a nuestro alrededor. De lo contrario seguirá siendo un vacío que llenará el delito y la violencia.