Cuando un mandatario centraliza el poder, más aún cuando las instituciones son débiles, importa mucho su estilo personal de gobernar. En palabras de Daniel Cosío Villegas:

Puesto que el presidente de tiene un poder inmenso, es inevitable que lo ejerza personal y no institucionalmente, o sea que resulta fatal que la persona del presidente le dé a su gobierno un sello peculiar, hasta inconfundible. Es decir, que el temperamento, el carácter, las simpatías y las diferencias, la y la experiencia personales influirán de un modo claro en toda su vida pública y, por lo tanto, en sus actos de gobierno.

Así fue en la época hegemónica del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Así es nuevamente.

Tras dos años en el poder, el estilo personal de gobernar de Andrés Manuel López Obrador es ya conocido. Unas pocas palabras lo definen: es el rey y su palabra es la ley.

No es el regreso a una presidencia imperial, como le llamó Enrique Krauze a la época de hegemonía priista. Ahora es una presidencia aún más personalizada, sin la relativa institucionalización, tanto formal como informal, de los años del priismo hegemónico. Hoy casi todo lo público depende de lo que quiere.

La forma en la que gobierna es un reflejo de su personalidad y su forma de entender el poder, desde su pasión por éste hasta su austeridad personal. Rasgo central de AMLO es su peculiar carisma, su talento para comunicar con credibilidad sus filias y sus fobias a un amplio segmento de la sociedad.

El

AMLO llegó al poder a la par de otros líderes etiquetados bajo el término populistas. El politólogo Gerry Mackie ha intentado ofrecer una definición del término carente de juicios de valor: “Definamos populismo (ignorando sus usos peyorativos) como la doctrina de que los resultados políticos deben o deberían estar relacionados de alguna manera con la opinión o la voluntad colectiva de ciudadanos libres e iguales”.

Desde esta definición de populismo, el 29 de junio de 2016 en Canadá, después de que advirtiera de sus riesgos, Obama le respondió: “Me preocupo por la gente pobre, que está trabajando muy fuerte y no tiene la oportunidad de avanzar. Y me preocupo por los trabajadores, que sean capaces de tener una voz colectiva en su lugar de trabajo <> quiero estar seguro de que los niños están recibiendo una educación decente <> y creo que tenemos que tener un sistema de impuestos que sea justo. Supongo que eso me hace un populista”.

Si populismo es estar con la gente, todo líder democrático en principio debería querer serlo. Por ello, usar el término como sugiere Mackie es poco útil. Los gobernantes siempre han hablado en nombre del pueblo, incluso cuando no éramos una . Sólo sabremos, después de terminado el mandato, si los resultados fueron lo que la gente quería, aunque definir qué quiere la gente, en abstracto, no es nada fácil.

El término populismo es una categoría poco precisa. Como ha dicho Carlos Illades:

En el léxico político contemporáneo resulta difícil encontrar una palabra menos manoseada que populismo. El vocablo reúne una cantidad tan diversa de experiencias políticas verificadas en un arco temporal de dos siglos, que, en lugar de definir un régimen de gobierno y una práctica específica de la política, se vació de contenido y, más aún, pasó a ser un término peyorativo.

Para los fines de este libro, “populismo” es una forma de buscar el poder y de gobernar. Las características definitorias de los líderes populistas son que abanderan el enojo y el desencanto de una parte considerable de la población contra un modelo económico excluyente y concentrador de la riqueza, y un sistema de gobierno que se percibe como ajeno a sus intereses y necesidades, al servicio de una élite que ha secuestrado la democracia para su propio provecho y que persigue otros objetivos que no son los del pueblo.

Los líderes populistas desconfían de las instituciones, controladas por esas élites educadas en universidades con ideologías sospechosas y, en el caso de México, extranjeras en su gran mayoría. Estas élites tienen, según ellos, una visión del mundo ajena a la del pueblo, como la globalización.

Muchos de ellos no creen en los expertos ni en la ciencia y desconfían de todo mérito académico, al que perciben como un disfraz de las peores intenciones. Están convencidos de que los problemas complejos tienen soluciones fáciles.

El nacionalismo, el discurso antiinmigrante y el racismo son banderas propias de algunos de estos líderes. En general necesitan polarizar, crear un enemigo, incluida la prensa para desacreditar sus críticas ante los ojos de sus seguidores que dejarán así de confiar en los medios de comunicación críticos de su líder.

También es bastante común entre estos líderes creer que ellos saben qué quiere y necesita el pueblo. El pueblo es un ente homogéneo y uniforme con una sola voluntad que ellos interpretan. Ellos afirman perseguir el beneficio del pueblo.

En la práctica no les es fácil lograrlo. El desprecio por las competencias técnicas y la destructiva centralización del poder a lo que suelen llevar es al deterioro de amplios espacios de la vida pública. Sin restricciones importantes y con serios problemas de coherencia en sus políticas, el bienestar de la población suele verse afectado.

Pero parte de la estrategia es, en el camino, y sin importar el costo que se pague, erosionar las instituciones democráticas representativas que les permitieron llegar al poder. En nombre del pueblo se suele poner en riesgo la democracia y más de uno lo ha aprovechado para quedarse en el poder.

Las características de los líderes populistas varían mucho. Los hay de derecha, sustentados en un discurso de superioridad racial y xenófobo. Tal es el caso de , quien ha llevado a cabo políticas regresivas en materia tributaria, es decir, favoreciendo a los más ricos, pero alimentando a su base electoral con políticas y discursos racistas y antiinmigrantes que le permiten contar con el apoyo de un segmento importante del electorado, en particular esos hombres blancos sin educación universitaria, una de cuyas satisfacciones es sentirse superiores a quienes tienen otro color de piel.

Los hay de izquierda, como Hugo Chávez, de una izquierda latinoamericana caudillista, nacionalista, estatista, y escéptica del mercado y de las instituciones democráticas formales.

AMLO es una versión muy particular de líder populista. Lo es en el sentido de querer acabar con los privilegios de una élite política y económica, la “mafia del poder”, como la ha llamado. También en su continuo ataque a las instituciones que representan algún tipo de contrapeso. Su discurso busca polarizar: el pueblo bueno frente a los perversos conservadores. Dice creer en la voz del pueblo, que él entiende y encarna.

En América Latina, ese discurso ha estado asociado con una política económica estatista y antiglobalización. AMLO, no obstante, ha seguido algunas de las políticas más afines a la tecnocracia globalizadora. Ha respetado la autonomía del Banco de México, promovido la integración comercial con y seguido una política de contención del gasto, incluso en medio de la crisis económica provocada por la pandemia donde hasta en los países más ortodoxos en términos fiscales, como Alemania, optaron por expandir el gasto público. Su veta estatista se encuentra reflejada en sus proyectos de infraestructura y su visión de hacer las empresas energéticas del gobierno nuevamente hegemónicas.

AMLO es un populista que combina la retórica contra los privilegios económicos, propia de los populistas de izquierda, con la retórica contra los privilegios de la élite tecnocrática y liberal, más propia de los de derecha. El eje está puesto en la presunta defensa de los intereses de los más pobres, asociado normalmente con políticos de izquierda.

AMLO, sin embargo, exhibe muchos rasgos de derecha: nunca se ha comprometido, ni siquiera en el discurso, con la legalización del uso de las drogas o con el derecho de las a decidir sobre su propio cuerpo o con los matrimonios del mismo género, por ejemplo. Es un defensor de la familia tradicional y del papel que en ella debe tener la mujer.

Su posición moral conservadora explica su desprecio a feministas y ecologistas por igual. Estas posturas son, para él, lujos de los globalizados, que no entienden las verdaderas preocupaciones del pueblo. Es una posición nuevamente similar a la del populismo de derecha.

Al igual que otros populistas de derecha, ha hecho alianzas con grupos evangélicos. Él mismo ha manifestado abiertamente su cristianismo. En sus palabras:”Porque Jesucristo luchó en su tiempo por los pobres, por los humildes, por eso lo persiguieron los poderosos de su época. Lo espiaban y lo crucificaron por defender la justicia”.

La suya es una perspectiva con ecos socialcristianos donde se desprecia la riqueza como un fin.

Entresacados

Tras dos años en el poder, el estilo personal de gobernar de Andrés Manuel López Obrador es ya conocido. Unas pocas palabras lo definen: es el rey y su palabra es la ley.

Su posición moral conservadora explica su desprecio a feministas y ecologistas por igual. Estas posturas son, para él, lujos de los globalizados, que no entienden las verdaderas preocupaciones del pueblo

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Carlos Elizondo Mayer-Serra*

  • Licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México
  • Maestro y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Oxford
  • Profesor de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tecnológico de Monterrey

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