Luis Antonio Espino es consultor en comunicación en y autor del libro ‘López Obrador: el poder del discurso populista’.

“¿Cómo es posible que siga siendo tan popular?”, es la pregunta que muchos nos hemos hecho a lo largo de los primeros dos años de de Andrés Manuel López Obrador en México. En este lapso, la del coronavirus ha llenado de enfermedad, luto y dolor a cientos de miles de hogares, la violencia y el crimen han alcanzado niveles inéditos, la economía se ha desplomado y permanece en el estancamiento, las empresas de todos tamaños no solo han cerrado sino que se enfrentan a diario con nuevos obstáculos para invertir, y servicios públicos esenciales, como la salud y la educación, enfrentan una crisis marcada por el subejercicio de recursos públicos y deserción escolar a escala masiva.

Pese a ello, López Obrador mantiene niveles de popularidad que desafían toda lógica. No se trata solo de lo que dicen las encuestas, que lo ubicaban en mayo de 2021 en un nivel promedio de 62% de aprobación contra 31% de desaprobación. Se trata también de la intensidad de esa aprobación, que se manifiesta en una actitud de devoción genuina por parte de millones de personas y que, sin importar edad, escolaridad o clase social, se muestran reacias a aceptar que las decisiones del presidente han resultado muy costosas en términos de vidas, salud y progreso. Con ello, empoderan más a López Obrador, quien entiende su aprobación por la mayoría como un permiso para actuar sin más límite que su voluntad.

Analizando a fondo las conferencias y mensajes del presidente, he planteado mi propia hipótesis sobre esa creciente brecha entre aprobación y desempeño en el libro López Obrador: el poder del discurso populista.

Ahí afirmo que los mexicanos aprueban al presidente por la forma en la que utiliza el lenguaje como instrumento para controlar la percepción que la ciudadanía tiene de su persona y de sus decisiones. Así, ha conseguido que muchas personas lo evalúen no como un servidor público que tiene que dar resultados concretos, sino como un hombre providencial que está cumpliendo una misión superior: reivindicar a un “pueblo” victimizado que ha sufrido el abuso de los poderosos durante muchos años. Las tribulaciones que México vive desde que López Obrador despacha en Palacio Nacional forman los episodios de una lucha épica imaginaria de la que millones se sienten protagonistas, formando con el presidente un vínculo emocional impermeable a la verdad, cerrado a la evidencia y blindado contra la realidad.

Todos los días, de manera deliberada, disciplinada y sistemática, el presidente despliega las siguientes acciones:

  • Adaptar los hechos a una narrativa demagógica, que reduce la enorme complejidad de la sociedad y sus desafíos en un relato de “buenos” (“el pueblo”) luchando contra “malos” (las élites), relato que forma la base de un discurso emocional, polarizador y lleno de falacias retóricas.
  • Sustituir comunicación con propaganda, con el propósito de confundir y manipular a la sociedad y crear una realidad paralela, siempre favorable a él, para colocar artificialmente su imagen a la altura de héroes históricos incuestionables, lo que le permite evitar la rendición de cuentas.
  • Ante las crisis, negar la realidad, minimizar la situación y eludir su responsabilidad, buscando siempre preservar su imagen como un líder irreprochable e infalible, y hacer que la gente piense que sus “adversarios” son los “culpables” de todos los males del país.
  • Deslegitimar a toda fuente de conocimiento, información y crítica, con el fin de ser la única voz autorizada en el debate público, evitar la evaluación objetiva de sus resultados y remover contrapesos intelectuales al ejercicio de su poder.
  • Manipular el lenguaje para erigirse en el único poder legítimo, usando la palabra como arma para debilitar las instituciones democráticas, destruir la reputación de los opositores, centralizar el poder y convencer a la mayoría de que él es la única persona capaz de gobernar México.

Ante esta realidad, muchos mexicanos se preguntan qué se puede hacer para contrarrestar la avasallante efectividad del discurso populista. El primer paso es aceptar que la derrota del populismo significa ir mucho más allá de tener a una oposición capaz de ganarle al presidente y a su movimiento en las urnas.

Esto es así porque el motor que impulsa al discurso de López Obrador es la demagogia, una forma tóxica de entender y discutir los asuntos públicos que reduce todos los problemas a una confrontación entre “buenas” y “malas” personas. El opuesto de la argumentación demagógica es la deliberación democrática, que se enfoca en hacer diagnósticos de los problemas con base en datos y hechos y, a partir de ellos, debatir las ventajas y desventajas de varias opciones para tomar la mejor decisión posible, asegurando que todos se sientan razonablemente incluidos.

Lamentablemente, en los años de la alternancia partidista en México (2000-2018) no se generó una pedagogía de la deliberación democrática. Al contrario, nuestra libertad política se malgastó en la creación de un entorno político, intelectual y periodístico en el que los asuntos públicos se discuten con lenguaje falaz, maximalista e hiperbólico, apelando permanentemente a identidades y lealtades de grupos que reclaman para sí absoluta superioridad moral. La política se entendió como un juego de suma cero, en el que lo que ganan unos lo pierden para siempre los otros, una batalla campal entre enemigos que se juegan la existencia misma en cada discusión.

Un demagogo solo puede triunfar en una sociedad dominada por la , y la nuestra ya tenía varios años siéndolo antes del ascenso al poder de López Obrador. Por eso, aun si él se retirara del poder en 2024, nuestra catástrofe política no mejorará en nada si su lenguaje tóxico, divisivo y falaz persistiera como forma dominante de entender y participar en la vida pública. Esto nos llevaría simplemente al surgimiento de nuevos aprendices de él, reclamando para sí la representación del “pueblo verdadero” y ahondando las profundas divisiones de nuestra sociedad para su beneficio político. Por eso, más allá de López Obrador, derrotar a la demagogia es el verdadero desafío histórico de nuestros tiempos.

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