La palabra fue acuñada en una historia de ficción, la novela Snow Crash, de Neal Stephenson, allá por un lejano 1992, cuando la tecnología era algo muy distinto a lo que hoy tenemos. Los teléfonos celulares (que nada más servían para llamar o recibir llamadas) eran como un ladrillo en la mano, las computadoras en casa prácticamente no existían, y el año anterior, en 1991, se había anunciado el futuro en tres palabras: World Wide Web. Varios años después el internet llegaría con velocidad de cuentagotas a los hogares, vía un enlace telefónico cuyos tonos, al hacer conexión, evocaban sonidos del espacio.
En aquella prehistoria tecnológica Stephenson aventuró a Hiro, uno de sus personajes, a un mundo paralelo, un sitio más allá del universo, un «metaverso» donde «Las personas son piezas de software llamadas avatares. Son los cuerpos audiovisuales que usa la gente para comunicarse en el Metaverso. El avatar de Hiro está también en la calle, y si las parejas que salen del Monorraíl miran en su dirección pueden verlo igual que Hiro los ve a ellos. Podrán conversar, Hiro en el Guarda-Trastos de Los Ángeles y los cuatro adolescentes quizá en algún sofá de algún barrio de Chicago, cada uno con su portátil».
Así, con varios pasajes que describen un futuro fantástico en el año 1992, casi tres décadas después esos metaversos son una realidad creciente y amenazan con desplazar al internet. Se trata de espacios virtuales colectivos donde las personas interactúan a través de personajes diseñados a conveniencia. La reclusión obligada por la pandemia catapultó los metaversos. La gente buscó sitios de escape y los encontró dentro de los juegos de video, una industria multimillonaria.
Actualmente hay quienes «viven» en un metaverso, pasan más tiempo conectados al ciberespacio que en la «vida real», una definición que cada vez borra más las fronteras entre lo que se llama «realidad» y «realidad virtual». Se trata de sitios donde el usuario participa con una presencia digital o avatar y transita por espacios sujetos a leyes físicas, acuerdos y recursos limitados, mientras tiene la posibilidad de interactuar y sus actos tienen consecuencia sobre otros participantes, objetos y el entorno. Es un mundo que permanece a pesar de que el usuario decida salir temporalmente.
Estos espacios virtuales deben ser tomados muy en serio, no se trata de simples juegos de video. Son nuevos espacios de convivencia, de conversación y por ende creadores de nuevas realidades, para la convivencia y el trabajo. Se prevé que pronto las estrategias de las marcas apuntarán a tener presencia en estas realidades paralelas. Incluso, se dice que no está lejos el día en que no necesitaremos estar conectados a una computadora, pues habrá una interacción con lo que sucede en un espacio físico y lo que se nos aparece a través de unos lentes con realidad aumentada. El concepto de metaverso seguramente fue visto en 1992 como un recurso narrativo, hoy son lugares de exploración sin límites para co-crear realidades.
He estado participando en un metaverso, a través del juego World of Warcraft, en un programa ejecutivo para trabajar las habilidades de coordinación en equipo. Fernando Flores, el filósofo chileno, tuvo la genialidad de visualizar que las habilidades que uno practica dentro de mundos fantásticos, donde hay que sobrevivir a partir de mejorar las capacidades de defensa y ataque y la coordinación con los compañeros de juego, operan de la misma forma en la vida real. De pronto el lenguaje del metaverso funciona fuera de él. Partamos de la base de que un metaverso es un espacio conversacional donde hay acuerdos, pedidos y ofertas. Eventualmente, las habilidades en el juego se traducen en capacidades para la vida cotidiana. Visto así, es una forma de permitirles a las personas desarrollar capacidades de lo que nos hace humanos.
En Snow Crash, Hiro es un repartidor de pizzas en la vida real, un samurái en el metaverso. Juan Rulfo era un gris oficinista en el Departamento de Migración y en otro universo, el rulfiano, creó mundos espectaculares. Quizá algún día podamos caminar cuesta abajo junto a un arriero, escuchar «el trote rebotado de los burros» y decirle sin más: yo también soy hijo de Pedro Páramo.
El metaverso es un mundo de alternativas sin límite, una posibilidad en fuga.
@eduardo_caccia