Para mi esposa, Beth.
No sólo la nueva ola de incompetentes burócratas morenistas, prácticamente todos ellos socialistas del siglo XXI de clóset, sino también una mayoría de esa otra vomitiva mitad de aquella misma casta política, conformada por ese nutrido cúmulo de tibios y mediocres neoliberales, parece no tener reparo alguno al momento de criticar los datos o, en el menos grave de los casos (en el de algunos neoliberales y/o socialdemócratas), a intentar hacerse de la vista gorda ante los mismos, con tal de que los socialistas radicales no los vayan a tachar de forma peyorativa de tecnócratas o de ultraderechistas, términos que parecieran empezar extrañamente a convertirse en una especie de sinónimo, al menos dentro del paupérrimo e inconsistente idiolecto de la izquierda falaz y radical.
Es ya entonces el ser un tecnócrata, un insulto tan grave como el ser conservador, neoliberal o el ser un apologista de la privatización de PEMEX o de cualquier otro de esos elefantes blancos paraestatales, cuyos números rojos brillan grosera e incuestionablemente ante los ojos de todos nosotros, aunque el cínico del presidente y su vergonzoso séquito de minions, se obstine por mentirnos a la cara diciendo que ellos tienen otros datos al respecto.
Pero, ¿qué significa, en realidad y en términos pragmáticos, el ser un tecnócrata?
Pues, honestamente, tan sólo el darse a la triste tarea de, por ejemplo, contar el número de mujeres violadas o de individuos desempleados en nuestro país durante un muy determinado periodo.
¿Y para qué tomarse la molestia de hacer lo anterior?
Básicamente para lo mismo que utilizamos un termómetro cuando tenemos fiebre, es decir, para saber, en términos concretos, si nuestros remedios han resultado mejores o peores que las enfermedades que padecemos (así como también para lograr determinar con precisión la gravedad exacta de estas últimas).
El contar conciudadanos nuestros asesinados, por ejemplo, termina entonces por ser tan sólo un reflejo aritmético y fidedigno de nuestra realidad objetiva en materia de seguridad pública y, por ende, el negar dichas cifras es negar la realidad misma. El hablar falazmente de la posesión de “otros datos”, sin tenerlos ni mostrarlos ni explicar la metodología con la que supuestamente éstos fueron recopilados, es negar cínicamente, como ya lo decía, nuestra triste realidad e intentar amañarla por medio de mentiras, juegos de palabras, interpretaciones falaces de la misma y/o simples promesas huecas, creídas tan sólo por ingenuos, tontos y/o fanáticos de algún político, ideología o partido en particular.
Y precisamente de lo que se trata la cosa es de que nosotros, como pueblo, intentemos ser lo menos ingenuos, tontos y fanáticos que podamos, y esa ardua tarea comienza por comprender que, en un país de un aproximado de 130 millones de seres humanos, el camino más eficaz para lograr medir el bienestar y el progreso del mismo, es utilizando justo el tipo de herramientas científicas que, de manera objetiva y lejos de toda propaganda partidista y/o ideológica, nos hacen descubrir que, por ejemplo, en el primer año de Calderón (2007) hubieron 9.73 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, mientras que en 2019, el primer año del presidente López Obrador, 29 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes (es decir, más del triple, y ahí tenemos las fuentes oficiales del INEGI, a la vista de todos nosotros, por si creemos que hay gato encerrado dentro de semejantes afirmaciones). De esa realidad estadística es de dónde debemos partir para deducir, por ejemplo, si la estrategia de “abrazos, no balazos” en contra de los criminales (misma que al parecer no aplica del todo hacia los huelguistas de Dos Bocas, los científicos y demás opositores al régimen actual) ha sido o no efectiva, independientemente de si creemos o no que el presidente Obrador es el Mesías Prometido del Pueblo de México o tan sólo un simple burócrata más, e incluso uno de los peores de nuestra nutrida lista de personajes nacionales corruptos, mentirosos, incompetentes y destructores de nuestra economía, seguridad e instituciones públicas).
En pocas palabras, dato mata a relato (es decir, para que un político pudiera intentar pararse el cuello ante la gente, deberíamos como mínimo exigirle que sus jactanciosas presunciones estén debidamente respaldadas por la evidencia científica correspondiente, antes de que pueda pavonearse con orgullo y, sobre todo, credibilidad ante la ciudadanía, gritándole a ella y a los 4 vientos que él es mejor y no peor que Calderón o que Peña en materia de seguridad pública, por citar un ejemplo muy en concreto).
Así que, por lo que más queramos, dejemos atrás nuestra enemistad con los datos, la realidad y la ciencia y tomémonos la molestia de consultarlos antes de atrevernos a votar a favor o en contra de un político en específico y/o de sus respectivos secuaces.
Vaya que ese sería un muy buen principio.