Quizá nunca, en sus casi 135 años de , San José de Gracia había llegado a ser noticia nacional como lo fue hace unos días, cuando las difundieron el fusilamiento de un grupo de personas a la vieja usanza revolucionaria: en un muro, frente a un pelotón. Pero la memoria colectiva recogida por Luis González y González sabe muy bien que, por desgracia, este episodio es un capítulo más de la vieja y atroz «matonería» que ha padecido ese pueblo, pequeño pero típico, del occidente mexicano y de entero.

Hace poco más de un siglo, el bandido Inés Chávez García, cobijado por la bandera villista, recorría como un Atila la región dejando a su paso una estela de sangre. «Bajito y malvado», escribe don Luis, «lo adornaban muchas virtudes animales y algunos vicios humanos». Los 25 soldados de línea que supuestamente resguardaban San José fueron los primeros en huir ante los 800 chavistas. Un vecino, Apolinar Partida, organizó la defensa con poco más de una docena de voluntarios, mientras el 90% de los pobladores huía hacia los montes. El ataque fue terrible, solo uno de los defensores sobrevivió. Partida murió acribillado al salir de una casa en llamas. Chávez ordenó incendiar San José y formó a 20 prisioneros para degollarlos en la plaza. Solo la intervención del cura los salvó.

Ya casi nadie recordaba esos hechos en los años setenta y ochenta, tiempos idílicos en que visitábamos a don Luis en la casa familiar de San José. Después de desayunar corundas y quesos de la región, cruzábamos el patio -las baldosas impecables, el viejo pozo, la clavellina floreada- y salíamos a caminar por las calles soleadas, risueñas y pacíficas de San José. «Buenos días, Luisito», le decían los viejos, muchos de ellos veteranos cristeros. Al llegar a la plaza central, junto a la estatua del padre Federico -su tío, el venerable fundador del pueblo-, nos sentábamos a escucharlo hablar sabrosamente de historia.

Hijo único, hijo predilecto, hijo pródigo en amor a su pueblo, don Luis nació en los albores de la Cristiada, salió del pueblo arrasado por aquella guerra y regresó de niño para ser testigo de la reconstrucción. Su libro Pueblo en vilo puede leerse como una saga bíblica: la memoria del Génesis y del paraíso perdido; los horrores del crimen, la peste y el hambre; el dolor del exilio y, finalmente, la vuelta y la reedificación de la tierra prometida.

Quizá de esa experiencia extrajo su vocación constructora. El hombre sabio, apacible y bueno que había visto crecer y multiplicarse a su progenie y a su pueblo a partir del fuego y las cenizas, solo podía concebir la vida para celebrarla, respetarla, enriquecerla, recrearla. Por eso escribió sus libros, educó a generaciones, fundó El Colegio de Michoacán, fomentó y casi inventó la microhistoria. Por eso criticó la periodización de nuestra historia en episodios destructivos (la Independencia, las guerras civiles del XIX, la Revolución) y concibió una teoría radicalmente opuesta: «México -nos decía- es una construcción cultural que nació en el crisol del siglo XVII y transmitió su vocación constructiva a las etapas pacíficas, como la era liberal (de Juárez a Díaz), la vertebración institucional (de Vasconcelos a Ávila Camacho), la etapa democrática (que comenzó hace unas décadas).

Don Luis pensaba que «los revolucionarios» -siempre una minoría violenta- habían infligido un daño inmenso a la pacífica mayoría para la que acuñó el término perfecto: «los revolucionados».

Murió el 13 de diciembre de 2003, cuando la delincuencia organizada comenzaba a asolar su patria chica, su «matria», como le llamaba. Con la actitud estoica que lo caracterizaba, interpretaba esa proliferación como una irrupción más de nuestra «matonería». Pero sus ancestros no habían claudicado ante los asesinos y él nunca aconsejó claudicar.

Creo que Luis González habría condenado la pasividad del actual régimen con la nueva matonería que asuela regiones enteras. En aquellos tiempos del «México bronco» a nadie se le hubiera ocurrido ofrecer a Inés Chávez García más que balazos. Hoy a sus émulos se les ofrecen abrazos.

Ni abrazos ni balazos. Con los delincuentes, la solución reside en la aplicación de la ley por parte de un Estado que debe hacer uso de todos los medios a su alcance para cumplir con su mandato primero: proteger la vida humana. De no hacerlo, «los transformadores» habrán hecho un daño inmenso a «los transformados». Y no solo el pueblo, el país, seguirá en vilo.

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