La impunidad es injusta con el criminal y con la víctima. Además, deja en ridículo al Estado.
Max Weber define el Estado como la institución que logra imponer con éxito el monopolio de la violencia legítima en un territorio. Los crímenes impunes rompen el monopolio. Cuando la impunidad se vuelve parte de los usos y costumbres, la sociedad se degrada y el Estado se fragmenta.
Un criminal que logra imponer con éxito el monopolio de la violencia en un territorio, por pequeño que sea, se vuelve de hecho un jefe de Estado en ese territorio. Goza de impunidad, la exhibe para que no haya dudas. Hace la guerra a otros, para ganar o no perder territorios.
La multiplicación de jefaturas reduce la presidencia del país a una figura simbólica, cuando no ridícula.
De hecho, hay criminales que, sin dejar de ser temibles, se hacen querer en su territorio, dando esto y aquello a la población, como Estados benefactores. Con astucia política, organizan su propio welfare state para legitimarse.
En contra de verlos en esa perspectiva, se pudiera argüir que el territorio de cada uno es pequeño; pero hay Estados miembros de las Naciones Unidas de extensión menor. O que su violencia no es legítima; pero ¿a juicio de quién? Un mandamás aclamado por una corte de vasallos y una multitud de sumisos puede afirmar: El Estado soy yo. Mi voluntad es ley.
Hobbes justificó la sumisión. Arguyó que la vida expuesta a los criminales que llegan, roban, matan y se van es «solitary, poor, nasty, brutish and short». Que es mejor someterse a uno solo, que nos perdone la vida y nos proteja de los que andan sueltos, aunque así se vuelva dueño de nuestras vidas y haciendas, imponga impuestos y exija sumisión. Que en eso consiste el contrato social.
Garantizar la seguridad de la población no es uno de los servicios del Estado: es su razón de ser. Si no hay seguridad, no hay Estado. Hay un caos hobbesiano: un archipiélago de micropoderes impunes que actúan por su cuenta, al margen de la ley.
México ha vivido experiencias históricas de impunidad y caos después de la Independencia y la Revolución. El Estado previo (novohispano, porfiriano) se fragmentó. En el siglo XIX, la reconstrucción del Estado fue obra de Porfirio Díaz; en el XX, de Plutarco Elías Calles.
Según el Inegi (Censo Nacional de Procuración de Justicia Estatal 2019), en 2018 se cometieron 33 millones de delitos, de los cuales no se denunciaron 31 (93%). De los dos millones denunciados, medio millón ni siquiera se investigó. De los investigados, más de un millón se cerró sin llegar a nada. Se declararon resueltos 0.4 millones. ¿Cuántos satisfactoriamente a los ojos de los acusados, las víctimas o sus familias? El censo no lo dice.
Los números reflejan impunidad generalizada, como en los peores tiempos de la historia de México. La mayor parte de los delitos no se denuncian o no se investigan o no se resuelven. Como si el Estado no existiera. Lo cual se vuelve un círculo vicioso: ¿Para qué tomarse el trabajo de denunciar y exponerse a cuestionamientos y exámenes vejatorios? ¿Para qué arriesgarse a perseguir criminales, si los sueltan?
La impunidad en México se volvió noticia mundial en un caso notorio que llegó a la televisión y sigue en YouTube. El 17 de octubre de 2019, el narco Ovidio Guzmán López fue soltado por las fuerzas armadas que ya lo tenían. Algo inconcebible sin órdenes del supremo comandante: el presidente López Obrador. Fue una lección para todo el país desde la cátedra más alta del Estado. Todos vieron en qué país vivimos: criminales, víctimas, militares, policías, jueces, legisladores, familias, maestros, educandos, periodistas, emprendedores, inversionistas, mexicanos y extranjeros. Los criminales vieron que no todos los crímenes se pagan. Las familias, que tienen que cuidarse solas. Los que arriesgan la vida luchando contra el crimen ahora se preguntan: ¿Qué caso tiene?
Una teoría simplona supone que los crímenes se explican por la pobreza. Como si fuera fácil para los pobres superar su falta de recursos, su miedo y sus inhibiciones morales para robar, matar, organizarse, adquirir tecnología, desarrollar operaciones internacionales y comprar o intimidar a las autoridades. Los crímenes no se cometen desde la impotencia, sino desde el poder (fragmentado o monolítico). Desde la impunidad que da el poder.