En Florida, muy recientemente (y en muy resumidas cuentas), se ha prohibido por ley que las escuelas adoctrinen a niños pequeños en la ridícula ideología de género que la izquierda contemporánea actualmente sostiene cual dogma de fe irrefutable (y que, sin ninguna base científica, por ejemplo, sostiene que un hombre es una mujer al instante en que así lo desea y, por consiguiente, que prácticamente puede ya entonces competir en deportes, incluso en box, en contra de verdaderas mujeres, sin que nada ni nadie pueda oponerse a él, so pena de ser incluso procesado y/o al menos señalado como un diabólico discriminador, homofóbico y/o un heteropatriarcal transfóbico).
Obviamente la izquierda radical norteamericana ha enloquecido con base en semejante prohibición, y aunque claro que podríamos matizar las cosas y aclarar exactamente qué puntos de la cruzada del gobernador de Florida, el republicano Ron DeSantis, en contra de Disney (empresa que ha abrazado públicamente y en su totalidad semejantes principios de la extrema izquierda) son los más controversiales y en cuáles de ellos posiblemente incluso se pueda estar pasando de la raya, en este breve artículo me limitaré a hablar tan sólo de un muy fallido precepto que ya por décadas enteras la izquierda ha abrazado como una de sus más esenciales banderas de lucha social: la aceptación.
El dogma de la aceptación básicamente sostiene que, si un padre no acepta a su hijo tal y como es, es un mal padre, en contraposición con el antiguo precepto, sostenido por milenios enteros por el occidente judeocristiano y grecorromano (y también por un nutrido número de otras muy diversas culturas del planeta), de que los padres están para educar a los hijos, no para aceptarlos (es decir, no sólo no están en el mundo para aceptar a sus hijos tal y como son, sino que su principal función es, curiosamente, el nunca aceptarlos tal y como son, pues, al ser la principal función de los progenitores para con su descendencia la de educarla, los padres, entonces y precisamente, nunca deben conformarse con lo que son sus hijos al momento, sino que más bien están moralmente obligados a ser ese motor que promoverá eterna e incansablemente el desarrollo humano de su prole -en pocas palabras, podremos sentir empatía, por ejemplo, por un hijo que sea un delincuente y esté en la cárcel, pero nunca aceptar la tontería de que el delinquir sea bueno, aunque él así lo crea-).
De igual manera, entonces, los padres tienen el derecho a no aceptar ciegamente el absurdo dogma posmoderno de que su hijo de seis años en realidad es una niña, sólo porque él así lo dice y porque una serie de “especialistas” (nuevamente basados en prácticamente un cúmulo de teorías seudo científicas en extremo fallidas) así lo han determinado.
Y es que es mucho más que obvio que, para seguir creciendo como ser humano, lo primero que debo hacer es no aceptarme a mí mismo tal y como lo soy ahora, es decir, no debo conformarme con el perezoso y/o el goloso y/o el lujurioso y/o el alcohólico que actualmente soy, sino más bien trazarme el laudable y valiente objetivo de luchar, al costo que sea, para eventualmente dejar de serlo (que es justo lo contrario al aceptarme, derrotado, tal y como lo soy ahora); y justamente lo mismo sucede cuando pretendemos educar a nuestros hijos: el no aceptarlos tal y como son es, precisamente, la piedra angular sobre la cual podrá ser posible educarlos.
La pareja, los amigos, el cónyuge, etc., sí están para aceptarnos tal y como somos (con nuestros aciertos y con nuestros errores), los padres (y los maestros, por ejemplo), no (sino todo lo contrario), y al intentar obligarlos a que lo hagan (a que nos acepten), automáticamente los estamos queriendo convertir en nuestros amigos, y ya no en nuestros progenitores, lo que cualquier madre o padre con una pizca de inteligencia y de decencia, sabrá que es sencillamente una abominación, pues al tornarme en amigo o “compañero” de mi hijo, automáticamente estaría renunciado de forma mucho más que negligente a mi propia obligación moral y vitalicia de educarlo, y no cabe duda de que el padre que educa a sus hijos los ama, y el que no, en realidad los odia (parafraseando de forma deliberada al eterna e inmensamente sabio Rey Salomón, por supuesto).