Existen tres posibles explicaciones de las caravanas que le brindó López Obrador a la dictadura cubana durante su visita. Nada de lo que dijo o hizo tiene mucho sentido en sí mismo. Ni las provocaciones irritantes sobre el supuesto bloqueo o la exclusión por Biden de la Cumbre de las Américas, ni la contratación redundante de médicos cubanos o la compra de vacunas que nadie en el mundo ha aprobado, ni las reverencias a Fidel Castro o los anacrónicos lugares comunes sobre la revolución en la revolución (expresión de Régis Debray de 1965). Pero tanta tontería no carece de lógica: es lo que hay.
Primero, Biden y los demócratas (y sin duda los norteamericanos en general, pero esa es otra historia) le caen gordos a López Obrador. Pero sabe que no le queda de otra más que cumplirle a su colega de Washington en lo tocante al trabajo sucio migratorio —recibiendo ahora cubanos deportados de Estados Unidos para reenviarlos a la isla—, cada vez más contra el narco, e incluso en materia energética. No obstante, puede desquitarse, por lo menos ante su propio ego y frente a su pobre grey castrista, con las bravuconadas que a muchos mexicanos les encantan. López Portillo lo hacía desde la vanidad y la arrogancia, productos de su petróleo y su desprecio por Carter; López Obrador lo hace desde el resentimiento congénito y el dolor de la impotencia. Sabe que a Biden y compañía les puede dar urticaria sus desplantes, pero nada más. Nadie se ha muerto de una comezón.
La segunda explicación radica en la sincera admiración y reverencia que López Obrador le guarda a lo que aún llama la Revolución Cubana, con un anacronismo igual al que los priistas utilizaban con la Revolución Mexicana, como algo vigente hace medio siglo o incluso menos. Siempre he pensado que AMLO quiere a los cubanos, cree en el modelo y atribuye cualquier defecto, debilidad o insinuación de fracaso a Estados Unidos. Como no es ningún tonto, comprende que nada de eso se puede poner en práctica en México. Pero si se pudiera, le encantaría. Se traga honestamente todas las falacias sobre el bloqueo, la educación, la salud, los pioneros (“Seremos como el Che”), el hombre nuevo y la defensa de la soberanía cubana a cualquier precio (claro: sin que los cubanos opinen al respecto). En otras palabras, todas las sandeces que pronunció en La Habana le salen del alma.
Pero la tercera explicación es la más significativa. Entiende que no puede entregarles a los cubanos lo que le han pedido: dinero o petróleo. Lo segundo no lo tiene, y lo primero los norteamericanos no se lo permitirían; para arbolitos en El Salvador sí; para Raúl Castro, no. Díaz-Canel no tiene un centavo para comprar comida, combustible, medicinas (incluyendo vacunas), sin hablar de maquinaria, equipo de transporte, fertilizante, etc. China dejó de ayudar masivamente hace tiempo; Venezuela empieza a renovar su apoyo, pero le falta; Rusia tiene otras preocupaciones. Varias versiones sugieren que desde hace ya tres años La Habana le ha pedido dinero y petróleo a López Obrador y ha tenido que negárselo a sus amiguitos tropicales. Ofrece rollo y gestos simbólicos en lugar de ayuda material, igual que con los mexicanos durante la pandemia. De nuevo, es lo que hay.
Ya dijimos aquí que el pasado 16 de septiembre López Obrador salió del closet en cuanto a su cubanofilia. La reitera ahora, con creces. A la gran mayoría de los mexicanos, les da exactamente lo mismo si el país prefiere tener de amigo a la dictadura castrista que a Canadá o Francia o incluso Chile (el que existe, no el de Allende). A un sector de la clase media le repugna esta amistad, y a otro sector le fascina. Pero lo que cuenta es la preferencia presidencial, y esa es la que es.