En septiembre de 2014 desaparecieron 43 estudiantes normalistas en la ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero, unos 100 kilómetros al sureste de la capital mexicana. Nada muy nuevo en México: según el propio Gobierno, desde 1964 han desaparecido casi 250.000 personas. De ellas, más de 100.000 no han sido localizadas. Casi todos estos últimos casos han ocurrido entre 2007 y el día de hoy.
Los jóvenes de Ayotzinapa se volvieron íconos de una violencia e inseguridad que no cesan. Sellaron para siempre la imagen del gobierno de Enrique Peña Nieto, y hasta ahora siguen las investigaciones para determinar exactamente qué sucedió esa noche en Iguala. Los demás desaparecidos pasan casi… desapercibidos.
El asesinato de dos sacerdotes jesuitas y un guía turístico en la Sierra Tarahumara de Chihuahua, ocurrido la semana pasada, puede convertirse en el momento emblemático de este Gobierno. No solo por la naturaleza especialmente cruel y trágica del asunto, no solo por el carácter especial de las víctimas –miembros de la Compañía de Jesús que llevaban decenios apoyando a las comunidades de la región– sino también por el contexto de violencia y de polémica que se da actualmente en México sobre la política del presidente Andrés Manuel López Obrador para enfrentar el terrible reto de la inseguridad y de la impunidad.
Entre 2019, el primer año de su mandato, y finales de mayo de 2022, han tenido lugar en México 118.000 homicidios dolosos, una cifra que ya casi alcanza la del sexenio entero de Peña Nieto, según el Inegi, y supera con creces la del mandato de Calderón. En el primer año, las cifras aumentaron, en el segundo se aplanaron, y a partir de los últimos meses de 2021 y los primeros de 2022 comenzaron a descender ligeramente.
Esto se debió, en parte, a la disminución de los homicidios en el estado de Guanajuato, una entidad próspera en el centro del país, asolada hasta entonces por una ola de violencia. Si bien los homicidios dolosos disminuyeron de septiembre de 2021 a febrero de 2022 en esta entidad, luego han vuelto a subir. Pero el alto a la escalada aconteció a partir de un nivel nunca visto en la historia del México moderno. No obstante, en mayo de este año volvieron a repuntar los homicidios dolosos, y durante las primeras semanas de junio se incrementaron nuevamente. El fin de semana del 11 de junio murieron más de 250 personas; el 22 de junio se produjeron 91 homicidios, una de las cifras más elevadas del año.
El ataque del 26 de junio a dos patrullas de la Policía estatal de Nuevo León, perpetrado por varios individuos a bordo de diez camionetas blindadas y que dejó un saldo de seis muertos a escasos kilómetros de la ciudad de Monterrey, constituye una nueva prenda de la elevación de la violencia, tanto en sus números con en su espectacularidad.
El problema es que esto sucede ya rebasada la primera mitad del mandato de López Obrador. Su estrategia de “abrazos, no balazos”, no ha funcionado, ni a ojos de la sociedad ni en los datos empíricos. En todas las encuestas, el rubro peor evaluado de la gestión gubernamental resulta ser el de la inseguridad. Dicha estrategia, más allá de la consigna pegajosa, pero simplista, ha consistido -en teoría- en un repliegue de las fuerzas de seguridad a una postura más pasiva, con la supuesta idea de atacar las raíces o causas estructurales de la delincuencia a través de programas sociales. ¿Por qué López Obrador ya promueve a posibles sucesores?
El nuevo enfoque se sintetizó en dos acontecimientos simbólicos: el saludo público de López Obrador a la madre del “Chapo” Guzmán y su apoyo para obtener una visa que le permitiera a la mujer ingresar a Estados Unidos para visitar a su hijo, y la liberación de Ovidio, uno de los hijos del Chapo, después de haber sido capturado por el Ejército en Culiacán hace casi tres años.
La posición de López Obrador no carece de lógica. La estrategia de Calderón y Peña Nieto no sirvió de nada. Seguía la violencia, los grandes cárteles como el de Sinaloa, o más recientemente, el Jalisco Nueva Generación, conservan sus fuerzas, la atomización de otros se agudiza, y el crimen organizado penetra en cada vez más renglones de la delincuencia: extorsión, trata de migrantes y de mujeres, secuestro, robo de gasolina, etc. Buscar una alternativa parecía sensato.
La cantidad de críticas o lamentos por el asesinato de los jesuitas, desde el papa Francisco hasta el Episcopado Mexicano, sugiere que la nueva estrategia perdió la escasa legitimidad que pudiera haber albergado antes. La sociedad mexicana desea que vuelva la paz a sus comunidades; no le importa mayormente si los cárteles llevan droga a Estados Unidos. Es obvio que López Obrador no pudo, o no quiso, celebrar el tipo de negociación –tácita o formal– con los capos que hubiera atendido a la integralidad del problema. Terminó con la guerra frontal, dio instrucciones a los militares de que no respondieran a provocaciones o incluso ataques de los delincuentes o de pobladores en ciertas zonas, pero no logró nada a cambio. Tiene sentido un intercambio de intereses: que los narcos exporten droga a Estados Unidos, pero no vendan en México – de todas maneras, la gran mayoría de las drogas producidas en México o que transitan por el país, tienen por destino Estados Unidos– desistan de incursionar en otras actividades delictivas, y cesen de matarse entre ellos. Tal vez este acuerdo implícito sea inviable, debido a la fragmentación actual de los cárteles. No se tiene la impresión de que se haya intentado.
No es seguro que nos encontremos ya en un parteaguas de la presidencia de López Obrador. Él es obcecado, y ha insistido que no cambiará de rumbo. Sus críticos lo apabullan con denuncias y reclamos, pero no surge aún una clara alternativa a las posturas de sus predecesores, ni a la suya. Estados Unidos mira, consternado por los excesos, por el peligro para sus nacionales en México, y ante el auge de los decesos por sobredosis de opioides, la mayoría causados por el fentanilo importado de México. El panorama es desolador.