Entender nuestra idiosincrasia mexicana es fundamental para comprender la complejidad del contexto social que hoy vivimos.

Importante conocer el estudio de opinión realizado en 2021 por los académicos del CIDE, Daniel Zizumbo y Benjamín Martínez respecto a las fuerzas armadas.

A partir de los impactantes datos que consigna el estudio podríamos deducir la posible existencia de un anidado en el inconsciente colectivo de los mexicanos, que acepta someterse a la disciplina sólo cuando esta es impuesta desde el poder, -en cualquier ámbito-, ya sea gubernamental o civil.

Mientras en el resto del mundo occidental la sociedad lucha hoy por preservar la libertad y los ciudadanos la exigen, un importante sector de nuestra población se siente cómodo en el contexto del autoritarismo.

Este estudio describe que alrededor de seis de cada diez mexicanos ven con simpatía que las fuerzas armadas realicen actividades que tradicionalmente han desarrollado instituciones civiles.

A su vez, que el 53 por ciento de los mexicanos estaría de acuerdo con que las fuerzas armadas den un golpe de estado si hubiese riesgo de revertir las políticas instrumentadas por este y el 63.1 por ciento aceptaría que las fuerzas armadas tomasen control de la Suprema Corte de Justicia de la Nación si los ministros protegieran a gente cuestionable.

Coincidiendo con Ricardo Raphael, -quien desarrolló este tema ampliamente en un artículo publicado en Milenio el pasado cinco de septiembre-, en el cual concluye que las “campañas de comunicación generadas durante los últimos 22 años” han formado este clima de opinión favorable a las fuerzas armadas, consideramos que es conveniente vincular adicionalmente otros factores.

Es de destacarse que cuando el candidato opositor López Obrador de modo furibundo señalaba hace varios años al como represor, el pueblo le apoyaba.

Sin embargo, la opinión colectiva recientemente ha mudado su percepción, -del mismo modo que hoy lo ha hecho el presidente-, quien se ha convertido en promotor de la militarización. Por tanto, el factor “López Obrador”, -como líder de opinión e influenciador-, es determinante para forjar opiniones colectivas entre los grandes grupos cercanos a él.

Por ello, el análisis debe ser más profundo. Podemos considerar que el “gen autoritario” ha estado anidado desde siempre en el inconsciente colectivo de este país, -hibernando-, hasta que el presidente López Obrador con su narrativa lo liberó. Por tanto, debemos reconocer que esto responde a la empatía y solidaridad de muchos mexicanos para con el hoy presidente, quien ha sabido dar voz a esta vocación autoritaria latente en la idiosincrasia mexicana.

Debemos reconocer también los méritos propios de las fuerzas armadas, pues la imagen filantrópica ha sido ganada a pulso a través de años de solidaria participación en el Plan DN3, que es el programa conformado por acciones de protección a la población civil afectada por desastres naturales.

Por ello este es otro de los factores que favorecen la imagen positiva que tenemos los mexicanos respecto a nuestras fuerzas armadas. Además, no arrastramos la experiencia de otros países de Latinoamérica, que fueron gobernados por dictaduras militares represivas.

De hecho, la tolerancia del mexicano típico hacia la represión de las libertades es producto de la fascinación hacia la figura del cacique autoritario pero paternalista, que le reprime, pero a su vez le provee.

Por ello el actual modelo de gobierno autoritario no genera rechazo, porque va de la mano de una política sustentada en los programas asistenciales, que proveen de lo básico a los más necesitados, aunque eso les convierta en una reserva electoral. Mantener el control político a través de un modelo patriarcal que garantiza vivir en una zona de confort, con lo justo para sobrevivir, pero sin atreverse a arriesgarlo en busca de un modo de vida de mayor calidad.

Por ello la tolerancia al autoritarismo solo se entiende en el contexto mexicano del paternalismo.  Si la figura autoritaria-patriarcal del presidente López Obrador impone la militarización del país, el pueblo beneficiario del asistencialismo lo aprobará sin reservas, -no por convicciones-, sino por empatía y conveniencia.

La figura patriarcal del presidente se refuerza con las reiteradas referencias morales que cada día nos receta. El paternalismo siempre lleva integrado el factor “formativo” en el ámbito moral.

Incluso este patrón de conducta autoritario-paternalista no es privativo de la política, pues también se da en la vida cotidiana del mexicano.

Por ejemplo, los patrones abusivos serán tolerados mientras garanticen la sobrevivencia de sus trabajadores. Los líderes sindicales tradicionales de este país han sido paternalistas, aunque se mantengan en el poder a través de la violencia y la represión. Incluso, hasta la delincuencia organizada es beneficiaria del apoyo popular, -caracterizado este por la complicidad y protección de sus comunidades-, en reciprocidad por las acciones filantrópicas que instrumenta, como lo es la construcción de escuelas, hospitales e incluso entrega de despensas.

El gen autoritario está presente no sólo en la política mexicana, sino también en nuestra vida cotidiana y representa una limitante al desarrollo social.

Sólo a través de la educación podremos romper el círculo vicioso del subdesarrollo y la pobreza. La libertad y la autodeterminación son producto de la educación.

El problema es que no existe la voluntad política de prescindir del de estos sectores que conforman la reserva electoral. Por ello vemos el poco interés gubernamental por buscar educación de calidad y en contraste, se hace cada vez más evidente el interés por contaminar la educación con ideologías y preservar este modelo perverso de administración de la pobreza a través de un sistema asistencialista.

En grave problema estamos.

ENTRE LA CRÍTICA Y EL INSULTO

Que desapruebo la gestión del presidente López Obrador es evidente. Las críticas sustentadas en argumentos son la vida de la , pues llevan el objetivo de participar, -desde el ámbito ciudadano-, en la conducción del país.

En contraste, la utilización de adjetivos calificativos de tipo peyorativo que utilizan algunos detractores del presidente es tan nociva para la democracia, como los calificativos que son expresados por el mismo presidente en las mañaneras. La denostación presidencial en contra de “sus adversarios”, tampoco se justifica, -aunque él tenga el respaldo de la ciudadanía-, pues él no representa el derecho a la libertad de expresión de un ciudadano como nosotros, sino todo el peso del Poder Ejecutivo de la nación en contra de un individuo o institución y ello, es inequitativo.

Sus opiniones no representan el ejercicio de un derecho ciudadano, sino que, -a partir de su posición política ejerciendo el poder supremo-, sus comentarios se convierten en una injerencia directa, como lo hemos visto estos días respecto al tema de la prisión preventiva, decisión que corresponde a los otros dos poderes de la unión: al Poder Legislativo y al Poder Judicial, representado este por la SCJN, que debatía este tema.

Ambas posiciones, -la presidencial y la de sus detractores-, cuando se expresan en forma belicosa y radical enrarecen el ambiente, cargan de tensión y furia el ánimo colectivo y dinamitan puentes de entendimiento, dividiéndonos en dos bandos que pretenden manipular el sentimiento popular cada uno.

Por ello es necesario exigir que en la narrativa política dejen de utilizarse adjetivos calificativos peyorativos, así como nunca más valerse del insulto o la denostación.

Es un hecho que la cultura y el ánimo de este país han cambiado a partir de esta nueva forma de hacer política, utilizando la agresión y el acoso sobre quienes piensan diferente. Ello, -de forma indirecta-,  abre la puerta a la violencia.

Debemos reconocer que las formas utilizadas en la narrativa política son importantes, pues deben respetar la dignidad de todos los actores políticos. Sin embargo, cuando se sobrepasan los límites con insulto y mofa, la política se convierte en parodia.

Don Jesús Reyes Heroles, -padre-, decía que “en política la forma es fondo” y tenía mucha razón.

Sin embargo, sobrepasar los límites del insulto, -como estrategia política-, tiene consecuencias para el agresor.

Dejando al margen las consideraciones éticas y sólo focalizándonos en la rentabilidad de la acción, la actitud belicosa y la agresión verbal tampoco aportan beneficios a quien la utiliza, pues victimizan al ofendido y en lugar de debilitar su reputación, la fortalecen.

El insulto puede convertirse en un bumerang que se le regresa y golpea a quien lo lanza.

¿A usted qué le parece?

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El autor es Vicepresidente de la #AMDC, autor y conferenciante. Experto en liderazgo social, estrategias competitivas de negocios, marketing político y posicionamiento.

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