En ocasiones, los momentos de reflexión te van llevando a construir ideas y pensamientos que te permiten concretar emisiones y sentimientos, sobre aspectos que muchas veces dejamos pasar sin ser capaces de detenernos el tiempo suficiente para apreciarlos.
Esos momentos a veces ocurren cuando tomamos cuenta de que estamos contenidos físicamente en los umbrales definidos por nuestro cuerpo, y que somos capaces de desprendernos hacia sitios distantes a través de nuestra imaginación y pensamiento, más allá de las latitudes del tiempo y el espacio.
A lo largo de la vida vamos acumulando experiencias que bien pudiésemos clasificar de muchas formas. Algunas de ellas, calificadas como experiencias alegres, son aquellas que al recordarlas aclaran nuestro entrecejo y dibujan una leve sonrisa en nuestros labios; estas son experiencias que alimentan nuestro espíritu y nos hacen sentir que valieron la pena las cosas. Digamos, son como combustible que nos impulsan hacia adelante.
Hay otras experiencias que calificaríamos como felices, las cuales son aquellas que nos hacen sonreír claramente y hasta en ocasiones hasta carcajearnos de nuevo con solo platicarlas. Estas experiencias son energía pura que nos transforman el ánimo, cambian nuestro estado mental y fisiológico abriendo la puerta hacia nuevos y renovados impulsos por avanzar y afrontar lo venidero con brío y entusiasmo.
Por otro lado, vivimos también experiencias tristes que nos afligen porque hirieron sentimientos o quebrantaron ilusiones, sobre expectativas en donde habíamos sembrado anhelos y esperanzas. Estos recuerdos disminuyen nuestra energía, no solo porque roban nuestra atención del camino al hacernos voltear hacia atrás, buscando comprender los porqués, para con ello intentar sanar las heridas sin darnos cuenta de que, ello solo aviva el sentimiento de dolor por lo que no fue y dejó de serlo.
Otras experiencias, las desgarradoras, son aquellas en donde se transformó y quebrantó en forma violenta o sorpresiva nuestro entorno, es donde operó la pérdida absoluta sin posibilidad de retorno de nuestra realidad circundante. Tradicionalmente, es lo que sentimos cuando perdemos a un ser querido o rompemos una relación emocional sobre la cual cimentamos nuestra vida.
Estos recuerdos liberan sobre nosotros una carga de emociones tales que en muchas ocasiones se vuelven anclas que no nos permiten avanzar, drenando nuestra energía e impulso, desmotivándonos y afectando nuestro estado de ánimo y de salud.
Si bien es cierto que la magnitud de los sentimientos sembrados en cada uno de estos eventos sólo es medible a través de los ojos de quienes los viven, también es cierto que todas y cada una de estas experiencias son las señales que evocan el viaje que realizamos a través de la vida, y que, como los mapas turísticos de muchas ciudades, dan cuenta de las atracciones y lugares de interés en donde podemos detenernos a experimentar o buscar los sitios más interesantes.
Al final del día, todas las experiencias se resumen en una suerte de recuerdos que vamos acumulando en nuestra cajuela de la memoria, de nosotros depende si queremos tirar o empujar la carga que llevamos encima. Tirar de ella, implica tener que voltear constantemente para verificar no perder ninguna de las piezas que valoramos y no queremos dejar atrás, lo cual nos provoca el revivir constantemente todos los sentimientos y emociones implícitos, los buenos y los malos.
Al empujar la carga que llevamos, podemos tomar cuenta de hacia dónde queremos dirigirnos y, sobre todo, tomamos conciencia de la carga de esos recuerdos que no te aportan nada y por el contrario se conforman en lastre, lo cual nos permite bajarlos y deshacernos de ellos para aligerar el peso. ¿Cuál es la fórmula correcta? Depende de cada quién, ya que la carga además de ser en ocasiones lastre, también es el combustible que nos impulsa hacia adelante.
¿Usted que piensa?