La victoria de en las elecciones brasileñas del domingo trae, sin duda, un respiro de alivio para los que temían por el destino de la en ese país y en toda . Tienen razón quienes plantearon la contienda no como un enfrentamiento entre izquierda y derecha, sino entre fuerzas partidarias de la democracia y aquellas que buscaban perpetuar en el poder un autoritarismo misógino, homofóbico y destructivo del medio ambiente. No solo perdió Jair Bolsonaro, sino también sus aliados o parecidos en (), Hungría (Viktor Orban), Italia (Giorgia Meloni) e incluso Rusia (Vladimir Putin) y Francia (Marine Le Pen). Pero la no termina aquí.

Ciertamente, proliferó el miedo durante los últimos meses de que Bolsonaro no aceptaría una derrota por un margen escaso. Pero su silencio durante el primer día después de los comicios sugiere que no llamará a sus seguidores a volcarse contra el resultado. Podrá no aceptarlo, pero difícilmente buscará movilizar a sus partidarios en las calles; menos aún, aunque convocara a las Fuerzas Armadas a rechazar el fallo de las urnas, todo indica que los militares brasileños permanecerán leales a la Constitución, aunque fuera a regañadientes.

Un triunfo es un triunfo, aunque sea por el margen más pequeño. Los dos millones de votos de ventaja de Lula da Silva, equivalentes a caso dos puntos porcentuales de ventaja, son pocos en comparación con sus victorias anteriores (2002 y 2006, cuando obtuvo un promedio de 61 % del ), pero marcan la diferencia entre ganar o perder. Sin embargo, se trata de un país electoralmente partido a la mitad, donde el mandato para ejecutar grandes cambios es muy relativo. Sobre todo en una elección tan polarizada, en la cual las diferencias políticas, culturales, religiosas y étnicas son tan marcadas. Los más de 50 millones de brasileños que votaron por Bolsonaro creen en él y en sus políticas, en sus diatribas, en su extremismo. Constituyen la mitad de los votantes, y su fuerza quedó plasmada en el Congreso, en las votaciones de hace un mes. El partido de Bolsonaro obtuvo el mayor número de escaños tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado.

Ahora bien, las dos mitades del electoral no son simétricas. No hubo encuestas a boca de urna debido a una decisión del Tribunal Electoral y, por lo tanto, no se puede dibujar con exactitud el mapa preciso de los electorados respectivos de Lula y Bolsonaro. Pero algo se sabe ya gracias a las votaciones por estados. El noreste, pobre, en su gran mayoría de raza negra, se inclinó masivamente por Lula da Silva. Bahía, el estado más negro del país, sufragó en 72 % por el candidato de izquierda; en Ceará, uno de los más pobres, Lula obtuvo el 70 % del voto. En cambio, Sao Paulo, el estado más rico, entregó el 55 % de sus votos a Bolsonaro, y en Santa Catarina, quizás el estado más blanco de Brasil, el 69 % del voto también fue para el presidente saliente.

El bloque de los evangélicos votó por Bolsonaro, aunque probablemente en una menor proporción que en la primera vuelta. Las apoyaron a Lula da Silva, tal vez muy mayoritariamente. En otras palabras, los dos electorados son poco parecidos uno al otro, y tienden a reflejar una polarización regional, de clase y étnica. Es cierto que los estragos que deja Bolsonaro en la población más pobre del país, incluyendo a unos 30 millones de brasileños que pasan hambre, según el propio Lula da Silva, obligan al presidente electo a centrar sus esfuerzos en los sectores desfavorecidos. Asimismo, Lula da Silva supo ganarse a un sector importante de la clase media durante su primer mandato. De modo que es posible que pueda atender a su electorado y a la vez ganarse a parte del de Bolsonaro, sobre todo si la situación económica del Brasil sigue mejorando, al menos modestamente. Pero sin mayoría en el Congreso, con las principales gobernaciones fuera de su control, con un electorado opositor que en buena medida lo aborrece, Lula da Silva no tendrá un día de fiesta. 2023 no será 2003, los 20 años no han pasado en balde.

La amplia coalición que Lula da Silva construyó para ganar le puede permitir apoyos para revertir muchas de las políticas más extremas o estridentes de Bolsonaro; por ejemplo, en materia de deforestación de la Amazonía, y tal vez para algunas reformas importantes, por ejemplo, en materia fiscal. Pero se antoja lejana la posibilidad de un de “izquierda” en Brasil, más allá de gestos, por significativos que sean, hacia la población con menos recursos. Lula da Silva malinterpretaría las motivaciones de sus propios votantes si pensara que favorecen un Gobierno de ese tipo.

Esto lleva a una reflexión sobre las implicaciones regionales del resultado brasileño. Todos los gobiernos de “izquierda” de la región, desde las dictaduras cubana, nicaragüense y venezolana, hasta los gobiernos socialdemócratas como el de Chile se congratularon del triunfo de Lula. Lo consideran parte de una nueva “marea rosa” en la región. Existen dos razones para pensar que no es el caso.

En primer término, es evidente la heterogeneidad de los gobiernos que se dicen progresistas en América Latina. Además de las tres dictaduras ya mencionadas, resaltan las diferencias entre las excentricidades incongruentes de López Obrador en México, y Fernández en Argentina, por un lado, y la sensatez -hasta ahora- de Boric en Chile, y de Petro en Colombia. Mientras las expresiones de “patria grande” o “nuestra América” no pasen de la retórica, la nostalgia y el folclor, no revestirá mayor importancia la cercanía personal de Lula con sus variopintos colegas de la región. Pero hasta allí.

En segundo lugar, será importante que el nuevo presidente de Brasil se convierta en un abanderado de causas dignas en América Latina. Es difícil saber hasta qué punto el apoyo de Lula da Silva a Hugo Chávez, entre 2003 y 2011, contribuyó a los delirios de este, y en qué medida su respaldo incondicional y material a la dictadura cubana ayudaron a resistir el paso del tiempo y de la miseria en la que vive la isla. Pero resultaría lamentable que en lugar de estrechar su amistad emotiva con los tres dictadores, y volver a su retórica del sur global, Lula no se erigiera como un partidario de causas universales y dignas como la defensa de los derechos humanos y la democracia, del medio ambiente y en particular, de la Amazonía, así como de la lucha contra la corrupción en América Latina. Sobre todo, en vista de que los escándalos de corrupción del Partido de los Trabajadores a lo largo de los últimos 20 años destacaron entre los factores más importantes en el alto porcentaje de votos de Bolsonaro.

La bala pasó cerca, pero el desenlace luce afortunado, por ahora. La resurrección de Lula da Silva es notable; es de esperar que su travesía por el desierto le haya arrojado lecciones igualmente notables.

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