El Senado de la República tiene en sus manos el futuro de la democracia mexicana. ¿Permitirá que sufra el daño mayor que le causa la legislación electoral enviada por la Cámara de Diputados? ¿Comprenderá, en esta hora crucial, su deber histórico? Quizá valga la pena recordárselo.
Sucedió en septiembre de 1856. La generación política más brillante de nuestra historia debatía la división de poderes en la nueva Constitución. Hacía apenas un año esa misma generación había depuesto a Antonio López de Santa Anna, caudillo popular, carismático, arbitrario, veleidoso, despótico, que por más de treinta años había imperado de manera intermitente sobre México hasta convertirlo en el país de un solo hombre.
Era necesario cortar de raíz esa concentración de poder en el Ejecutivo. Para ello, la solución institucional era evidente: fortalecer al Legislativo. Los constituyentes dudaban entre dos opciones: dar a la Cámara de Diputados facultades comparables a las de la Asamblea francesa durante la Revolución o volver a la fórmula original de la Constitución de 1824, que preveía una integración bicameral.
Imbuidos seguramente por la exaltación del momento, muchos diputados se pronunciaron por la primera solución, temerosos de que el Senado demorara la expedición de leyes. Pero la voz del célebre periodista Francisco Zarco defendió la segunda, argumentando que en el orden normal de los sistemas constitucionales esa dilación era «una ventaja […] para los pueblos»:
La acción de un Congreso nunca debe ser tan expedita como la dictadura, y la discusión, las votaciones, la revisión y las enmiendas son nuevas garantías de acierto favorables a los intereses de la sociedad. El proyecto, una vez aprobado en una Cámara, puede ser perfeccionado en la otra, y cuando un cuerpo está sujeto a la revisión de otro, aunque sea solo por amor propio, incurre en menos inconsecuencias y versatilidades que el que puede obrar por sí solo.
Otro diputado liberal, Isidoro Olvera, expresó su preocupación de que en una sola Cámara «se festinasen los negocios más graves, cediendo a un momento de alucinación o de entusiasmo». Y defendió al Senado por «ser la representación de los intereses federales y de las entidades políticas que constituyen la unión».
Zarco y Olvera perdieron la batalla. La Constitución jurada el 5 de febrero de 1857 excluyó al Senado. No obstante, la nueva legislación apenas pudo ensayar su vigencia. Por diez años fragorosos, no habría casi lugar ni tiempo para la deliberación legislativa sino para la acción ejecutiva y militar: comandada por Benito Juárez, esa generación libraría la Guerra de Reforma y la de Intervención.
Al restaurarse la república, Juárez y su grupo retomaron los argumentos de Zarco y Olvera. El Senado debía ser la instancia de equilibrio, moderación, responsabilidad y parsimonia ante el Ejecutivo y la propia Cámara de Diputados. De hecho, aunque la iniciativa de ley fue presentada en 1868, su promulgación ocurrió en 1874, y la instalación del primer Senado se retrasó hasta septiembre de 1875. Según Cosío Villegas, la lentitud tuvo «una justificación sobrada pues se trataba de una reforma constitucional y en un país de régimen federal; además de que toda constitución está hecha para que se reforme solo por excepción, en el caso del régimen federal debe aprobarla el Congreso de la Unión, por una mayoría que nunca es simple, y la mayoría de las legislaturas de los estados».
Han pasado 150 años desde aquellos hechos. Salvo contadas excepciones, la historia registra pocos senadores que en ese larguísimo tiempo hayan tomado en serio su deber constitucional. La mayoría lo ha traicionado.
¿Cómo actuarán en los próximos días los senadores? Sería ingenuo atribuir la previsible aquiescencia de algunos a los «momentos de alucinación y entusiasmo» que buscaban prevenir los liberales. Pertenecen a la Cámara «revisora» y tendrán frente a sí un documento que mutila al Instituto Nacional Electoral (creación y conquista de los ciudadanos). Pero no revisarán nada. Como en tiempos de don Porfirio y del PRI, levantarán la mano. Los mueve el servilismo.
Pero quizá una franja de esa Cámara recuerde la razón de ser de su investidura y vote en contra del llamado Plan B que viola la Constitución, obstruye el respeto al voto y afecta los derechos ciudadanos.
Aun si el Senado traiciona su misión, la historia, no quepa duda, registrará esta hora oscura.
Quedará como última instancia la Suprema Corte de Justicia. Será el dique final antes de retrotraernos a los tiempos desdichados en que México era el país de un solo hombre. Y si ella falla, quedaremos los ciudadanos. Y somos legión.
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