Joseph Ratzinger será recordado como el Papa que abandonó el trono de Pedro. De poco sirven su extensísima obra teológica, su limpieza –bien intencionada pero poco eficaz, según sus críticos- de un Vaticano bajo sospecha, su vigilancia férrea del cumplimiento de la doctrina o su lucha contra las ideologías dominantes que daban la espalda a la espiritualidad. Al final, será recordado como el Papa que dimitió.
Ni sus detractores más acérrimos discuten su talla intelectual. El Papa de los ascetas, el Papa sabio –hablaba diez idiomas, entre ellos el griego antiguo y el hebreo- deja una ingente obra escrita que incluye casi setenta obras filosóficas y teológicas, tres encíclicas y la versión final en latín del nuevo Catecismo (1997).
Aportó luz al pensamiento universal, pero el misterio de su renuncia se va con él a la tumba: ¿por qué abandonó? ¿Qué le llevó a ser el primer Papa en seis siglos en quitarse voluntariamente el peso de la púrpura, tomando una decisión que correspondía al mismísimo Dios?
Ninguna explicación ha resultado convincente para un hecho tan insólito. Ni siquiera la rotundidad del propio Joseph Ratzinger al tratar de aclararlo en el libro Últimas conversaciones (2016), de Peter Seewald, periodista de cabecera elegido por el Papa emérito para defenderse de las críticas: «Nadie intentó chantajearme. No lo hubiera permitido».
Aún fue más explícito al negar que las luchas por el poder y el control del dinero entre la alta curia fuesen la causa de tan drástica solución: «No, no es cierto en absoluto. Al contrario, las cosas ya estaban claras. Uno no puede dimitir cuando las cosas no están bien, pero sí cuando todo está tranquilo (…). No se trató de una retirada bajo la presión de los acontecimientos o de una fuga por la incapacidad de hacerles frente».
«No me considero un fracasado»
Si no fue la impotencia para renovar una curia lastrada por los escándalos de pederastia y por las irregularidades financieras de la banca vaticana -el llamado Vatileaks-, ¿cuál fue la causa? Hay quien dice que su propio carácter: fue un hombre de una inteligencia portentosa pero pusilánime a la hora de resolver asuntos terrenales. «Un punto débil -llegaría a confesar- es tal vez mi poca determinación para gobernar o tomar decisiones. El gobierno práctico no es mi fuerte y esto es ciertamente una debilidad. Pero no me considero un fracasado».
Tenía razones para pensar así. Ahí quedan su obra, su desarrollo argumental para sustentar la fe a base de razón y su lucha sin descanso contra el mundo consumista y sin alma. Pero el propio Ratzinger añadió aún más razones, como si todas fueran pocas: «Cuando un Papa alcanza la clara conciencia de que ya no es física, mental y espiritualmente capaz de llevar a cabo su encargo, entonces tiene en algunas circunstancias el derecho, y hasta el deber, de dimitir».
Parecía una excusa muy pobre después de haber visto, día tras día, a su predecesor, Juan Pablo II, padecer, agonizar, cargar con la cruz sin desfallecer, pese a que el mundo entero le pedía que por favor pusiera fin a esa pasión, a ese sufrimiento inútil a ojos del incrédulo. Wojtyla aguantó hasta el último aliento, hasta que Dios puso fin al tormento. Pero aquello era demasiado para Ratzinger. No podía compararse porque estaría condenado al fracaso: sustituir a Juan Pablo II resultaba una labor imposible.
Ocho años de papado
Con la imagen doliente de su predecesor grabada a fuego en el alma de los fieles, con ya 85 años cumplidos, el 11 de febrero de 2013 el papa Benedicto se asomó a al balcón de la plaza de San Pedro para anunciar su decisión irrevocable: «He llegado a la certeza de que mis fuerzas, debido a mi avanzada edad, no se adecuan por más tiempo al ejercicio del ministerio petrino». Al oír estas palabras, no fueron pocos quienes consideraron a Benedicto XVI un flojo.
Lo cierto es que había encontrado un resquicio en el Derecho Canónico que permite a los papas dejar su puesto, siempre que lo hagan de forma libre y pertinentemente justificada. Nada que objetar. Eso sí, quedaba abierta una puerta –cerrada desde la edad media- por la que los futuros papas podrían escapar de sus obligaciones. Para encontrar precedentes, había que remontarse al año 1415, cuando Gregorio XII fue obligado a dejar la silla de San Pedro para poner fin al Cisma de Occidente. O más atrás aún, a 1294, si buscamos una renuncia voluntaria como la de Celestino V, quien decidió cambiar la mitra y la casulla por los harapos de ermitaño.
El 28 de febrero de 2013 se produjo la histórica imagen del Pontífice abandonando los aposentos papales. Solo llevaba consigo unos pocos papeles personales. Con el tratamiento de emérito, se le permitió seguir vestido de blanco, pero no calzar los mocasines rojos, tan simbólicos, representación precisamente del martirio. Tampoco llevaba ya el Anillo del Pescador, que sería anulado, pero no destruido. Tras un breve paso de dos meses por la residencia veraniega de Castel Gandolfo, se trasladó al monasterio Mater Ecclesiae, a la espalda de la basílica de San Pedro, donde pasó sus últimos años dedicado a rezar y a escribir, siempre a mano, con una característica letra microscópica. Como única compañía, su secretario privado, Georg Ganswein, cuatro laicas dedicadas a las labores de la casa y un diácono belga. Además de su hermano Georg, quien dispuso, hasta su muerte, de una habitación para cuando le visitaba.
Cuando «Dios parecía dormido»
Benedicto dejaba atrás la pesada carga de ocho años de papado. A él le debieron de parecer una eternidad, pero para la historia no fueron más que un suspiro. Los resumía él mismo en unas pocas palabras poéticas, cargadas de significado: «Hubo días de sol y ligera brisa, pero también otros en los que las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra, y Dios parecía dormido». Que cada uno entienda lo que quiera.
Joseph Ratzinger había nacido en una pequeña localidad campesina de Baviera. Era el tercer hijo de un oficial de policía. El fervor religioso de la familia alcanzó su momento culminante cuando los dos hermanos varones cantan misa juntos en 1951, en el pueblo natal de su madre. La hermana, que no se casaría nunca, dedicó devotamente su vida a la administración de la casa de su hermano pequeño hasta su muerte en 1991.
Se cuenta que, con apenas cinco años, durante la visita del cardenal arzobispo de Múnich a su pueblo, el niño Joseph quedó deslumbrado por los ropajes del prelado, hasta el punto de decir que él de mayor quería ser cardenal.
Y se puso a ello muy pronto. Despuntó en el seminario como buen estudiante. Al igual que todos los jóvenes de su edad, fue inscrito obligatoriamente en las Juventudes Hitlerianas y, con solo 16 años, llamado a filas. No combatió, se dedicó principalmente a misiones de vigilancia. Desertó pocos días antes de la derrota alemana y fue hecho prisionero por los aliados durante unas semanas.
Ratzinger vivió el nazismo de muy joven y de forma pasiva, como otros muchos alemanes. Reaccionó con dureza cuando se acusó a la curia católica de connivencia con Hitler. «Ahora se presentan las cosas como si la Iglesia entera hubiera sido un instrumento de los nazis -replicaba-. Nosotros la percibimos realmente como acosada, lo que no quiere decir perseguida. Todavía recuerdo bien cómo después de la guerra de repente nadie quería reconocer que había sido nazi, hasta el punto que nuestro párroco afirmó: ‘Como esto siga así, al final se dirá que los únicos nazis éramos los curas'».
Cuando visitó el campo de exterminio nazi de Auschwitz, ya siendo Papa, mostró su estremecimiento por la barbarie. Los periodistas que le acompañaban le oyeron musitar: «¿Dónde estaba Dios en aquellos días?».
Crítico con el inmovilismo de la curia
Después de la guerra, estudió Filosofía y Teología. Leía de forma compulsiva todo tipo de libros. En esa época, le influyeron de forma decisiva Dostoievski y San Agustín de Hipona, según reconocería más tarde. Sus primeros trabajos, demasiado rompedores para la época, le costaron reprimendas de sus superiores. Enseñó y estudió en varias universidades alemanas. En 1966, en Tubinga, fue compañero de Hans Küng (1928-1021), el teólogo rebelde con quien posteriormente mantendría fuertes discrepancias. Su obra más significativa de entonces fue Introducción al Cristianismo (1968), en la que sostenía, entre otras opiniones, que el Papa debe oír diferentes voces dentro de la Iglesia antes de tomar una decisión y que la Iglesia estaba demasiado centralizada.
Es su época rebelde. Se muestra muy crítico con el inmovilismo de la curia. En 1972, escribió en el libro El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología: “Lo que necesita la Iglesia no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo ataque y distorsión de sus palabras; hombres, en definitiva, que amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su propio destino”.
En el Concilio Vaticano II ejerció de asesor del cardenal de Colonia. Era un reformista convencido por su defensa del derecho a la libertad religiosa y el respeto a todas las religiones.
Como joven profesor de teología, imbuye a sus alumnos de las ideas de pensadores considerados progresistas y también de las de los protestantes, lo que provocó recelos en los sectores más conservadores.
Ya en los últimos años de su vida renegó de esa época de rebeldía. «Aquello -reconocería ya como Papa emérito- no fue una decisión afortunada”. Se refería en concreto a la firma, poco después del Concilio Vaticano II, de un documento pidiendo que el celibato dejara de ser obligatorio para los curas. «Hasta se extendió la idea de que algunas de mis opiniones eran heréticas», aseguró recordando su indocilidad juvenil.
Defendía la necesidad de abrirse a un nuevo lenguaje que, partiendo del Evangelio, conectase existencialmente con las inquietudes del hombre concreto contemporáneo. No ocultó la influencia en su pensamiento de las ideas existencialistas de Sartre –al que devoró en su juventud-, Heidegger o Karl Jaspers.
El marxismo ‘tiránico, brutal y cruel’
Al comprobar que el grupo de Tubinga se deslizaba hacia el marxismo –una ideología que Ratzinger consideraba «tiránica, brutal y cruel»-, ofrecía su apoyo a los radicales del 68 y a la teología de la liberación, Ratzinger decidió seguir su propio camino. En 1969 volvió a la universidad de Ratisbona en Baviera, donde iba a encontrar un ambiente más sosegado para la reflexión, más de su gusto introspectivo. Allí fundó en 1972 la revista teológica Communio, una de las publicaciones católicas más influyentes aún hoy en todo el mundo.
La biografía de Ratzinger cambia radicalmente en 1977. Por un lado, ese año es nombrado cardenal de Múnich, su sueño de niño. Y, por otro, conoce a la persona más decisiva de su vida: el cardenal Wojtyla. El encuentro se produjo en el sínodo de ese año, pero ambos ya habían mantenido una extensa correspondencia intercambiando puntos de vista teológicos.
Cuatro años después, el cardenal polaco, ya convertido en Papa, le encargaría al alemán la prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo que se había conocido como el Santo Oficio -nuevo nombre del siglo XX para la Inquisición-. Su celo como valedor de la doctrina oficial durante los 25 años que ocupó el cargo llegó a tal punto, que sería caricaturizado como el ‘rottweiler de Dios’.
Era tal su influencia sobre Juan Pablo II que la frase «¿y qué pensará de esto Ratzinger?» se convirtió en una de las más repetidas por el Papa. Pese a que nunca llegaron a tutearse, eran uña y carne.
-«¿Le tenía miedo al papa Wojtyla?», le preguntó su entrevistador Seewald.
-«¡No! Pero se tomaba muy en serio nuestra posición».
Eran dos personalidades diametralmente distintas, de convicciones muy fuertes, pero que se complementaban a la perfección. El vaticanista John L. Allen los definió con meridiana claridad: «Si Juan Pablo II no hubiera sido Papa, habría sido una estrella de cine; si Benedicto no hubiera sido Papa, habría sido un profesor de universidad».
Dos «almas gemelas» en el Vaticano
Su complicidad era tan grande que fueron calificados como “almas gemelas”. Por si hiciera falta ratificar la identificación, el 1 de mayo de 2011, Benedicto XVI beatificó a Juan Pablo II en una de las ceremonias más multitudinarias que se recuerdan en la plaza de San Pedro. Ya entonces ignoraba la costumbre y rompía con la tradición. Se trataba de la primera beatificación de un Pontífice por su predecesor desde la Edad Media.
La elección de Ratzinger como Papa el 19 de abril de 2005 ofreció dos datos muy reveladores. Primero, solo fueron necesarias cuatro votaciones en dos días para la fumata blanca, lo que era señal inequívoca de un amplio consenso. Y segundo, el cardenal Ratzinger, con 78 años, se convertía en el Papa electo más viejo desde el siglo XVIII, lo que auguraba un pontificado breve. Sus primeras palabras desde el balcón desprendían su escaso entusiasmo: «Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes».
Para Ratzinger su elección constituía un mazazo. Se sentía mayor, ansiaba retirarse a una aldea de su Baviera natal y seguir escribiendo libros. ¿Era posible que no quisiera ser Papa? ¿Qué fuera Papa a la fuerza? Todo parece indicar que sí, según admitiría más tarde: «Hasta cierto punto, le dije a Dios: ‘Por favor, no me hagas esto…'»
Los sectores críticos le recibieron con recelo; lo consideraban un conservador. Pese a que visitó España en tres ocasiones, la relación con el Gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero fue muy mala. La izquierda nunca perdonaría a Benedicto XVI la beatificación más masiva de la historia: 495 mártires de la guerra civil española. Antes, los partidarios del ‘No a la guerra’ habían alabado que, aún como cardenal, fuera implacable a la hora de condenar la invasión de Irak ordenada por el presidente Bush: «El concepto de guerra preventiva -aseguró- no aparece en el Catecismo de la Iglesia Católica».
Quiso ser revolucionario a su manera, haciendo lo que mejor sabía hacer: pensar. Se fijó como objetivo demostrar de manera razonada cómo el cristianismo era lo único que podía dar sentido a la vida del hombre, al que veía perdido en lo que llamaba la «era neopagana».
«Un pastor rodeado de lobos»
No le dejaron demasiado tiempo para la reflexión sosegada. De inmediato, le pusieron sobre la mesa dos escándalos heredados de sus predecesores: la pederastia y el dinero negro. Le tocaba limpiar lo que él mismo había descrito en 2005, antes de ser Papa, como «la cantidad de suciedad que había en la Iglesia, incluso entre los sacerdotes».
Lo intentó. Puso en marcha el plan de limpieza, sin levantar la voz, armado con la razón. Primero, tomó medidas contra los clérigos pederastas, luego contra los banqueros corruptos del IOR (El banco Vaticano). Pero encontró una dura resistencia: la curia, inamovible como un muro de cemento, hacía imposible cualquier reforma. Cuánto poder no tendría ese búnker, ese aparato eclesiástico en la sombra, para que el propio L’Observatore Romano dijera que Benedicto era «un pastor rodeado por lobos».
Su más estrecho colaborador, Tarcisio Bertone, considerado el hombre más poderoso de la curia, revelaría años más tarde la existencia de «una red de cuervos y víboras» dentro del Vaticano. La misma red, según él, que filtró los documentos robados en las habitaciones del propio Papa y que revelaban operaciones de blanqueo de dinero y falta de determinación con las acusaciones de pederastia. Benedicto XVI ya lo había advertido, no era hábil para las intrigas palaciegas. Su «ausente espiritualidad» no era el mejor remedio para acabar con las luchas intestinas entre los lobbys, uno de los grandes males de la Iglesia según diría después el Papa Francisco.
La merienda de los historiadores
El propio Ratzinger, cuando vio la energía con la que actuaba su sucesor, aseguró que ya entendía por qué Dios le había pedido que se retirara y dejara vía libre para el siguiente. Debía de dar paso a alguien con la suficiente fuerza para culminar las reformas que la Iglesia necesitaba. Las razones últimas de su dimisión parecían intuirse, pero aún no estaban claras. Presumiblemente, se esconderían en esas «incontables reflexiones» que Benedicto XVI aseguraba tener escritas. Es difícil saberlo, porque tras referirse a ellas, confesó a su entrevistador que estaba a punto de destruirlas, de quemarlas en la chimenea.
-«¿Por qué?», preguntó su interlocutor alarmado.
-«Son demasiado personales», explicó Ratzinger.
-«Pero eso sería…», le espetó el periodista casi en tono de reproche.
-«… una merienda de historiadores», zanjó el papa emérito.
Se ignora si finalmente las destruyó. Lo que es seguro es que los historiadores, igualmente, tomarán su merienda.
***Joseph Aloisius Ratzinger nació en Marktl am Inn, Baviera (Alemania), el 16 de abril de 1927. Murió en Ciudad del Vaticano el 31 de diciembre de 2022.