Si la Suprema Corte de Justicia de la Nación declara la inconstitucionalidad del «Plan B«, habrá honrado la más alta tradición política de México: la herencia de los liberales.
La Constitución liberal de 1857 otorgó al Poder Judicial una independencia absoluta frente a los otros dos poderes, al grado de convertirlo en el fiel de la balanza. Por un lado, en ausencia del presidente de la república, tomaba su lugar el presidente en turno de la SCJN. Así fue como Juárez llegó al poder en 1858. Por otra parte, si bien no podía destituir a una autoridad considerada ilegítima por irregularidades en su elección, la Corte sí podía amparar a los ciudadanos ante las disposiciones de esa autoridad. Así ocurrió en el amparo Morelos, de 1874, en el que la SCJN declaró «incompetente de origen» al gobierno del general Francisco Leyva y determinó que sus acciones podrían recurrirse mediante el amparo.
El golpe de Estado de Porfirio Díaz en 1876 rompió el orden constitucional. Su popularidad era irresistible pero necesitaba la legitimidad que solo dan las elecciones. En 1877 fue elegido de manera abrumadora. De 1880 a 1884 le prestó la silla a su compadre Manuel González, para luego apoltronarse en ella durante seis períodos. Siempre respetó formalmente las elecciones pero no tuvo un auténtico rival hasta que apareció Madero.
En 1910 el país pedía un cambio. Las condiciones de los comicios (incluido el encarcelamiento de Madero) hacían imposible la efectividad del sufragio y el fraude fue evidente, pero para entonces la SCJN había dejado de tener facultades en la justicia electoral por la vía del juicio de amparo. Esa omisión constitucional derivó en una dictadura, porque el ciudadano quedaba literalmente desamparado frente al poder ilegítimo. Y la única salida era una revolución. Ese fue el costo de abandonar la letra y el espíritu que legaron los liberales de la Reforma. ¿Cómo ocurrió?
Como se lee en la Historia mínima de la Suprema Corte de Justicia de México, de Pablo Mijangos (El Colegio de México, 2019), quien cambió las reglas fue el jurista tapatío Ignacio Luis Vallarta. Su objetivo expreso era la «despolitización» de la Corte. Esto debía ocurrir eliminando ambas prerrogativas. A la distancia, en el primer caso parecía sensato: un ministro presidente, sabedor de que su posición en la Corte podría encumbrarlo a la presidencia, se colocaba de hecho en la primera línea de la oposición. Vallarta obtuvo fácilmente el apoyo de Porfirio Díaz a la reforma constitucional.
El segundo caso, más discutible, consistía en apartar al tribunal de todas las decisiones de carácter electoral confiándolas exclusivamente a los órganos electorales (lo cual, en la práctica, entregaba el proceso al Poder Ejecutivo). Esta reforma requirió de un hilado más fino, pues hacía falta cambiar -desde la propia Corte– la interpretación prevaleciente de la Constitución. En 1881, gracias a la elección de cinco nuevos ministros, Vallarta impuso su criterio. En la primera sentencia dictada después de esa elección, el 6 de agosto de ese año, el ministro subrayó que únicamente los colegios electorales -y no la Corte- podían determinar la legitimidad de las autoridades electas. De otra manera -afirmaba- se cometía un atentado contra la división de poderes y la soberanía de los estados. Con esta nueva interpretación, el máximo tribunal se apartó del espíritu liberal de la República Restaurada.
Así llegó México a 1910. Si la SCJN hubiera retenido la facultad de amparar a los ciudadanos contra nuevas leyes, decretos o acciones de un gobierno elegido de manera ilegítima como el de Porfirio Díaz, quizá la transición de poder se habría alcanzado de manera pacífica, sin una revolución.
El régimen del PRI continuó fielmente el libreto porfirista. Por más de setenta años, la Corte no recuperó la facultad, a pesar de las infinitas irregularidades y los graves atropellos al sufragio.
A fines del siglo XX, los ciudadanos encontramos la fórmula institucional y moderna para llevar a cabo todo el proceso electoral y calificarlo. Esa fórmula fue la creación del Instituto Federal Electoral (hoy, INE) y del Tribunal Federal Electoral (hoy Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación). Son, en todas sus instancias y funciones, el árbitro electoral autónomo que siempre faltó en nuestra historia política.
Hoy la SCJN tiene la oportunidad de la Historia. Solo necesita salvaguardar, con la Constitución en la mano, la integridad del árbitro.
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