El tema de la designación de los jueces, en particular de los que tienen la última palabra, no es fácil de resolver. Hay muchas fórmulas. En algunos países los designan el Ejecutivo, el Legislativo, o una combinación de ambos como en México. En otros, los ministros de la Suprema Corte son promociones que se hacen dentro del mismo Poder Judicial. Hay también los que son designados por comisiones específicas de expertos en materia legal. Y finalmente, están los elegidos por medio del voto popular.
López Obrador quiere reformar la Constitución para que el electorado elija a jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte. Dice que quiere seguir el método contemplado en la Constitución de 1857. Se equivoca. El artículo 92 de la Carta Magna de ese año ordenaba una elección “indirecta en primer grado, en los términos que disponga la ley electoral”. De esta forma, a partir de la Constitución de 1857, le correspondió al Congreso declarar compuesta la primera Suprema Corte de Justicia presidida por Benito Juárez.
El único país democrático que encontré con un tribunal constitucional de última instancia elegido fue Bolivia.
A partir de una reforma propuesta por el presidente Evo Morales, el Tribunal Constitucional Plurinacional se elige por el voto secreto del electorado en cada uno de los departamentos territoriales. Sin embargo, la Asamblea Legislativa, por una mayoría calificada de dos terceras partes, preselecciona a los candidatos que posteriormente se someten a la elección popular. Así que en realidad estamos hablando de una elección indirecta.
En Estados Unidos, algunos de los tribunales superiores de justicia se eligen por voto popular directo. Son la excepción a la regla, incluyendo la propia Suprema Corte de ese país que es designada entre el Ejecutivo y el Senado. En todos los demás países democráticos, los ministros se designan ya sea por los otros Poderes, del interior de la judicatura o por comisiones ad hoc diseñadas para tal efecto.
¿Por qué no es más utilizado el método de elección directa de los miembros de un tribunal constitucional?
Por una razón fundamental. Sus decisiones son muy importantes y de última instancia. Ya nadie las puede revisar y corregir. Su papel es interpretar a la Constitución, la ley fundamental del país. Su legitimidad está en sus argumentos y sentencias, no en su popularidad.
Pongamos un ejemplo. Una Constitución puede prohibir la pena de muerte. Pero resulta que la gran mayoría de los ciudadanos de ese país la apoya. De elegirse la Suprema Corte, un candidato podría hacer campaña prometiendo que él ordenará que se ejecute a los criminales no importando lo que diga la Constitución. Con esa plataforma podría ganar. Pero a él no le corresponde modificar las leyes para quedar bien con el electorado. Eso le corresponde al Legislativo. Los jueces están para imponer la Constitución y si ésta prohíbe la pena capital, un ministro tiene que ordenar que así se cumpla.
Teóricamente, para que una Suprema Corte funcione, debe ser independiente de la propia jerarquía del Poder Judicial (y así corregir las decisiones de otros tribunales), de los otros dos Poderes del Estado (Ejecutivo y Legislativo), de los partidos políticos y de las presiones de la opinión pública. Pero ésta es una visión muy idealista. No existe juez alguno que sea totalmente independiente de estos factores. De ahí lo difícil de seleccionar un método para designar a los ministros de la Suprema Corte. Si se escoge uno, se inclina la balanza a favor de la cercanía con algunos de estos Poderes.
Apostarle a elecciones directas, permitiendo que los jueces compitan como candidatos de un partido establecido, como sucede en algunos tribunales estatales en la Unión Americana, es condenar a que los jueces se partidicen. Eso, desde luego, beneficia a los partidos mayoritarios de ese momento. En el caso mexicano, Morena prácticamente aseguraría una mayoría de ministros en la Suprema Corte. Es lo que quiere López Obrador.
No permitir el involucramiento de los partidos, llevaría a los candidatos a conseguir apoyos por fuera de éstos. Los grandes grupos de interés (incluyendo el crimen organizado) serían los beneficiarios al proveerles los recursos para ganar su elección. Los jueces luego tendrían que pagarles sus apoyos con decisiones a modo.
Y que no me vengan a decir que los candidatos a ministros no podrían recibir ni apoyos de partidos ni de grupos de interés. Eso es una mafufada que no existiría en la práctica.
Tan sólo imaginemos la cantidad de dinero que circularía en una campaña de ministro de la Suprema Corte en México por la importancia de las decisiones que toman.
¿De verdad queremos eso?
Twitter: @leozuckermann