Pocas veces existe la oportunidad de presenciar en toda su extensión la dinámica de dos naciones ensimismadas en sus procesos internos, pero al mismo tiempo profundamente influidas por la forma en que se desarrollan tales dinámicas en su vecino. La interdependencia en su expresión más acabada.
Estados Unidos se encuentra inmerso en un profundo dilema: optar por un presidente que día con día genera dudas por su edad, incluso en su propio entorno, o elegir un candidato que ha demostrado un profundo desprecio por las instituciones y los procesos democráticos. El dilema se complejiza con el fortalecimiento precisamente de un movimiento que se arraiga: el trumpismo, cuyo peso aumenta incluso por encima de las bases del Partido Republicano, con lo que ello supone en el debilitamiento de la vida democrática de esta nación.
En México el proceso electoral se desarrolla en medio de verdades construidas a la medida de los intereses de los partidos políticos. Las ofertas incumplidas sobre seguridad, bienestar, salud y un largo etcétera, están dando lugar a una batalla por reivindicar legados que no se sostienen desde los datos y sí desde la retórica.
En estas dos realidades se entrecruzan asuntos de agenda interna que tienen una influencia relevante en la competencia de ambas naciones. Por un lado, la violencia y el narcotráfico, que son un asunto de responsabilidad compartida (México genera una oferta y Estados Unidos una demanda) se vende en los discursos de Estados Unidos como un peligro que viene de afuera (México), mientras en México se debate desde la idea de fracaso de una política pública fallida del gobierno vigente, especialmente desde la narrativa de los partidos de oposición; otro de los asuntos que vincula a estos dos países es la movilidad migratoria. Construida desde Estados Unidos como un riesgo a la seguridad nacional, esta valoración se ha democratizado dado que el discurso punitivo ya no emana solamente de Donald Trump, sino que ya se replica en las propuestas de política pública de Biden y la razón es clara: la migración y su valoración como pasivo, se asume como una fuente de votos que puede decantar el proceso electoral hacia algunos de los dos contendientes. El bienestar, la protección y la solidaridad con estas poblaciones pasan a un segundo término.
En el caso de México, la migración nunca apareció realmente en la política pública. Los discursos que inauguraron a la presente administración nunca se correspondieron con los medios, planes o estrategias adecuadas a las dimensiones de este fenómeno social. Se trata de políticas públicas pobres, que permiten identificar una política que desde el principio declinó en sus obligaciones, dejando que el espacio fuera llenado por los intereses de Estados Unidos, es decir, de una política pública en plena sincronía a la política securitaria y punitiva de la Unión Americana.
Estos y otros temas unen intereses, planes y proyectos en ambos países. Ciertamente son procesos internos de cada nación, pero profundamente condicionados en los cuales uno (Estados Unidos) define sus estrategias en función de intereses internos mientras otro (México) sólo espera al nuevo presidente de su vecino, por su debilidad e incapacidad de responder con una política con personalidad propia.
El autor es profesor e investigador del Departamento de Estudios Internacionales (DEI) de la Universidad Iberoamericana (UIA); coordinador de la Maestría en Estudios sobre Migración (MEM) del DEI-UIA. javier.urbano@ibero.mx