“…me parece que es más fácil conservar un Estado hereditario, acostumbrado a una dinastía, que uno nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por los príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se mantendrá siempre en su Estado, a menos que una fuerza arrolladora lo arroje de él; y aunque así sucediese, sólo tendría que esperar, para reconquistarlo, a que el usurpador sufriera el primer tropiezo”. Así comienza el segundo capítulo de “El Príncipe”, magnum opus de Nicolás Maquiavelo.
Escrita a inicios del siglo XVI bajo el título original de “El principado”, dicha obra vería la luz casi 20 años más tarde, luego de que la iglesia concediera la autorización de ser publicada. Redactada desde su encierro en prisión, “El príncipe” compendia una serie de recomendaciones para gobernar. Líderes de la talla de Napoleón Bonaparte lo leyeron, comentaron y practicaron. No hacerlo no implica el fracaso político, pero sí muestra una clara improvisación de quienes deciden participar en política sin prepararse para ello. Como siempre lo menciono en mis clases: si aspiras a ser un profesional de la política, leer “El arte de la guerra”, de Sun Tzu, y “El príncipe”, de Maquiavelo, es obligatorio. Aclarando que no se trata de instructivos, sino de una guía.
Regresando al escrito de Maquiavelo, me resulta sorprendente cómo este libro de más de 500 años es tan vigente. Pareciera que, en esas breves líneas, el filósofo florentino retratara al México del siglo XX y lo que ha transcurrido del XXI.
Cuando el autor se refiere a que es más fácil conservar un gobierno heredado que uno nuevo, me remonta a dos épocas distintas, aunque con una gran similitud en diversos aspectos. Me refiero a los gobiernos del PRI, los cuales fueran descritos por Vargas Llosa como “la dictadura perfecta”. Incluso, el propio libertador de Sudamérica, Simón Bolívar, lo advertiría un siglo antes: “La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos”.
Y es que los “herederos de la Revolución”, aprendieron bien de los errores de don Porfirio, particularmente el evitar la transición. Sin embargo, bien lo dice Maquiavelo: “basta con no alterar el orden establecido”. Así, durante varias décadas el gobierno fue tricolor, no sólo a nivel federal, sino estatal y municipal.
La alternancia fue parida en Baja California con la victoria de Ernesto Ruffo Appel en 1989, convirtiéndose en el primer gobernador no priista de México. El siglo naciente trajo consigo a otro partido político a Los Pinos. El panista Vicente Fox conquistó al electorado nacional, sin embargo, su desempeño resultó tan cuestionable que seis años más tarde, casi le arrebataron la Presidencia a su sucesor, Felipe Calderón, quien le regresó las llaves del changarro al PRI, a través de Enrique Peña Nieto. Tal y como quedó plasmado en “El Príncipe”, la clase gobernante se mantendrá siempre que no aparezca una fuerza arrolladora; pero, si eso sucediera, sólo tendría que esperar el primer tropiezo del “usurpador” para reconquistar.
Como lo mencioné anteriormente, dadas las vastas coincidencias, aún no me queda claro si el gobierno de Andrés Manuel fue una herencia de la clase gobernante a través de un rojo más quemado o si creó un “principado”. Sin embargo, lo que habremos de dilucidar en los próximos meses es si la administración de Claudia Sheinbaum será un gobierno heredado o realmente nuevo, y si un tropiezo significará la reconquista de quien gobernó.
Post scriptum: “El populismo es el camino de la autodestrucción de la democracia”, Mario Vargas Llosa.
*El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).