A José Luis González Íñigo, por su gran legado.
Pertenezco a una generación que tuvo en la primaria una consigna caligráfica: tener buena letra. Recuerdo un rito de paso, mi maestra de tercer grado, Alicia Leglisse (la emoción es el pegamento de la memoria), caminó entre los pupitres para revisar la letra. Pronunciaba una palabra y nos tocaba el hombro, a modo de ceremonia iniciática. «Pluma», decía, autorizándonos a cambiar el lápiz, de perenne trazo, y sacar el ansiado bolígrafo. Fue una especie de pacto sellado con tinta.
La máquina de escribir, primero, y luego el teclado en las computadoras y dispositivos móviles marcaron el principio del fin de la escritura cursiva. La técnica aprendida con paciencia fue desplazada por la inmediatez de las teclas. La escritura a mano ha sido relegada a notas rápidas, listas de compras y firmas en contratos. El escribiente contemporáneo no requiere la coordinación motora fina que implica la letra cursiva, ni el compromiso emocional que se filtra en cada trazo. Lo que alguna vez fue una extensión de nuestros pensamientos, hoy es reemplazado por la uniformidad de los moldes.
Durante mi preparatoria, un libro hizo que recibiera decenas de mensajes de las amigas de mis hermanas. Con La escritura, huella del alma, de Rodolfo Benavides, hice mi debut en la quirografía. Yo respondía a modo de oráculo interpretando el carácter que la autora reflejaba en su letra, pues escribir en cursiva implica más que solo mover un bolígrafo sobre el papel. Se trata de un proceso donde el cerebro, los sentimientos y los músculos trabajan en sincronía.
Se ha demostrado que escribir a mano mejora la memoria y facilita la comprensión. Cuando lo hacemos nuestro cerebro procesa y organiza la información de manera más eficaz. Dejar de arrastrar la pluma es dejar de entrenar nuestra capacidad para estructurar el pensamiento de manera ordenada. La fluidez mental ahora se ve interrumpida por la pulsación de las teclas.
Alejarnos de la letra cursiva nos aleja de nuestra historia. Las generaciones futuras perderán la capacidad de leer cartas, diarios y otros textos que forman parte de nuestro legado. Vivimos en la cultura de lo inmediato; lo que importa es la velocidad para transmitir ideas, y no tanto la forma en que lo hacemos. La escritura cursiva exige una pausa, una ralentización del tiempo que permite una mayor introspección y cuidado en lo que escribimos.
Volver a la cursiva no es un ejercicio nostálgico, es una forma de resistencia, una rebeldía silenciosa frente al frenesí digital que nos empuja a producir más rápido, pero quizás con menos significado. Cada letra es distinta para cada persona, y en esa singularidad encontramos algo profundamente humano que no puede ser replicado por una fuente tipográfica. El teclado no debería reemplazar a la escritura manual. Necesitamos espacio para ambas.
Quizás sea hora de recordar que el conocimiento no solo se acumula en las pantallas, sino también en los trazos que dejamos en un papel, en ese espacio íntimo donde el pensamiento fluye en un continuo diálogo con la mano. Al final, no es solo la escritura la que corre el riesgo de desaparecer, sino una parte esencial de nuestra humanidad.
@eduardo_caccia