En México la superstición es parte del paisaje cotidiano. Desde clavar cuchillos en el jardín para ahuyentar la lluvia, hasta rezarle a una figura religiosa invertida para encontrar pareja, nuestras creencias populares están impregnadas de una mezcla de lo sagrado, lo mágico y lo mundano. Es un sincretismo que revela cómo la historia, la religión y la cultura se entrelazan en nuestras vidas. ¿Por qué seguimos recurriendo a estas prácticas en una era dominada por la ciencia y la tecnología? La respuesta se encuentra en lo más profundo de nuestra naturaleza: somos seres en busca de significados, queremos certezas en un mundo incierto.
Las supersticiones no son solo creencias arcaicas; son una manifestación de la necesidad humana para tener el control. Los estudios antropológicos dan cuenta de que estos rituales florecen en contextos de incertidumbre, donde las personas buscan aferrarse a algo que les ofrezca seguridad. En el México de hoy, donde el desasosiego social y político sigue presente, las supersticiones se convierten en una estrategia para enfrentar lo desconocido, lo amenazante.
Ahí está la veneración a San Judas Tadeo, el «santo de las causas difíciles». Esta popular figura representa la esperanza en tiempos de desesperación, un símbolo que conecta con la creencia de que, cuando todo parece perdido, aún existe una fuerza superior que puede intervenir. Así, lo milagroso se convierte en parte del entramado cotidiano, una forma de solución ritualizada a un problema real. Marvin Harris argumentaba que los rituales y supersticiones no son solo productos de la mente humana, sino respuestas funcionales a las condiciones materiales. En un contexto como el mexicano, donde la historia ha estado marcada (para muchos) por la desigualdad, la violencia y la precariedad, las supersticiones son mecanismos para mantener y alimentar la esperanza.
Tal como observó el antropólogo Clifford Geertz, el ser humano es un «animal atrapado en redes de significados que él mismo ha tejido». Tener cuidado de no barrer los pies a alguien para no «quitarle el novio», hasta los rituales de protección con veladoras y sahumerios, son ese tejido para dar sentido a un mundo que nos resulta incomprensible. Como bien profundiza Geertz: «la cultura ha de ser no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones». De ahí que las cosas valgan más por lo que significan que por lo que son.
A pesar de la modernización, las supersticiones han demostrado ser increíblemente resilientes, siguen presentes porque ofrecen respuestas sencillas a preguntas complejas. Reafirman el dicho de que la necesidad de creer siempre será más fuerte que la necesidad de comprender. Aunque alguien se burle de quien evita pisar las líneas del pavimento o de que no salga de casa en martes 13, estas creencias dan, a quienes las siguen, la seguridad psicológica que anhelan.
Al final, se revela que, por más que avancemos como sociedad, siempre habrá un rincón en nuestra psique que se resista a lo puramente racional. Supersticiones y amuletos son el reflejo de una cultura que siempre ha encontrado en lo invisible una forma de enfrentar lo visible. Magia y tragedia, al fin.
@eduardo_caccia