La historia nos explica cuándo se empezó a torcer el destino de México. Veamos: en el imperio mexica la educación era obligatoria y gratuita. En cada «Calpulli», esa exitosa organización social y agraria, se requería, por disposición de la ley, de la fundación de escuelas dependiendo del número de habitantes en dichas demarcaciones. He ahí solo una de las poderosas razones para demostrar la vigorosa expansión de esa grandiosa civilización precolombina que, en menos de 200 años, alcanzó sorprendentes niveles de desarrollo en sus gigantescos dominios mesoamericanos. La educación era una de las máximas prioridades. Cuando los invasores castellanos del siglo XVI sustituyeron el «Calpulli» por la encomienda, un sistema de asignación de tierras y de indígenas, a favor de los llamados «conquistadores» como recompensa por los servicios prestados a la corona, en lugar de escuelas construyeron iglesias para cancelar, a lo largo de 300 años, la evolución racional en el «Nuevo Mundo». La siniestra Inquisición y los tribunales del Santo Oficio dieron al traste con cualquier posibilidad de progreso intelectual y educativo en la América española.
En el siglo XIX pasamos por la guerra de independencia, sufrimos invasiones de España, de Francia, de Estados Unidos, el despojo de la mitad del territorio nacional, propio de un país inculto, atrasado, supersticioso y pobre. Las intervenciones extranjeras no concluyeron, como tampoco las guerras intestinas. Los levantamientos armados derivaron en otro gobierno golpista, el de Porfirio Díaz. La dictadura de más de 30 años solo pudo concluir con el estallido de la revolución y con un saldo de 85% de mexicanos sepultados en el analfabetismo y, por ende, en la pobreza.
Los gobiernos de Obregón y Calles empezaron a construir 1,000 escuelas al año, no así la sociedad mexicana que se desinteresó de la educación. Basta con estudiar los casos de donantes particulares en EU que aportaron parte de su patrimonio para construir universidades como Harvard, Princeton, Chicago y Stanford, entre otras muchas más. La sociedad mexicana, egoísta y apática culturalmente, se abstuvo de participar en las tareas de gobierno, mismo que dejó históricamente en manos de políticos, en su mayoría, carentes de una estructura profesional y ética. No se logró construir una democracia ni un Estado de derecho. Nadie podrá quejarse por el amenazador proceso de destrucción que padece nuestro país.
Durante 200 años de vida independiente, los mexicanos contemplamos la expansión de la pobreza y del analfabetismo, como parte del paisaje nacional, sin imaginar que algún día tendríamos que pagar el costo de nuestra patética indiferencia. Alguien llegaría, tarde o temprano, a lucrar electoralmente con el hambre y con la frustración de millones de marginados, sin que éstos, en su ignorancia, supieran que al creer en las mentiras populistas, su postración material se podría comprometer al extremo de desembocar en la violencia, tal y como ha acontecido en otras latitudes gobernadas por demagogos.
Si la catastrófica educación, muy a pesar de todos los esfuerzos, ha sido el origen del atraso, ¿qué ha hecho la sociedad de nuestros días cuando asiste indiferente a la destrucción del sistema educativo del que depende el futuro de México? La historia explica y se repite con severas consecuencias…
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