En alguna ocasión de sobremesa escuchaba los lances siempre agudos de mi amigo David Konzevik. Cargado de ese bagaje de eventos y saberes, evocó a Rafael Alberti: «Siento esta noche heridas de muerte las palabras». Hablábamos de la corrupción, de sus diferentes manifestaciones y de la imposibilidad de acotarla mientras no la reconociéramos cabalmente. En aquel entonces, el Presidente en turno encabezaba una cruzada para el saneamiento de la vida pública del país. Para él, corrupción era nada más la que se da en o desde el gobierno. David entonces mencionó la corrupción de las palabras como un síntoma de una sociedad enferma.
Así como en los análisis clínicos se establece una condición de salud o enfermedad al medir ciertos indicadores, haríamos bien como sociedad en tener datos para conocer un índice de salud social: cómo andamos en la corrupción de las palabras. Debería de hablarse de esto en las escuelas y debería premiarse a niñas y niños por cumplir con su palabra. ¿Suena exagerado? Bueno, éste es el mal de México. Si la palabra no vale, lo que sigue es la impunidad.
Convengamos que el lenguaje es el primer pacto social. El acto corrupto es la consecuencia de una palabra corrupta, es un «no lo haré» disfrazado de un «prometo cumplir». Si las palabras pierden valor, lo dicho es ingrávido. La gran corrupción nace de la pequeña; la conducta es escalabre, la corrupción también. El funcionario que roba millones alguna vez fue el estudiante que hizo trampa en la escuela, y no tuvo consecuencias. El político que miente descaradamente alguna vez fue el joven que rompió su palabra sin remordimiento. El líder del crimen organizado alguna vez fue el hijo de la mujer o el hombre que se estacionó en lugar prohibido para caminar menos, o se pasó el semáforo en rojo para llegar más rápido y con su ejemplo lanzó el mensaje: el que no es transa, no avanza; el verdadero poder es el poder de no cumplir la ley. Si educamos en la cultura de la impunidad, no nos sorprenda que la impunidad escale hasta las más altas esferas.
A México le duele la palabra del juramento constitucional que hace un gobernante frente a las Cámaras (la nación demanda y luego no pasa nada). A México le duele la palabra común, la de la calle, la de las aulas, la de casa y la alcoba, la del condominio, la de la oficina, la que no lleva firma, la que solo es palabra. Necesitamos recobrar la palabra ciudadana, la que se empeña un lunes por la mañana, la que involucra a dos desconocidos, la que no será titular en un periódico, la que nadie notará por ordinaria. Cuando hayamos sanado la palabra, habremos despertado de esa noche en la que Alberti lanzó su grito de agonía.
@eduardo_caccia