En alguna ocasión de sobremesa escuchaba los lances siempre agudos de mi amigo David Konzevik. Cargado de ese bagaje de eventos y saberes, evocó a Rafael Alberti: «Siento esta noche heridas de muerte las palabras». Hablábamos de la , de sus diferentes manifestaciones y de la imposibilidad de acotarla mientras no la reconociéramos cabalmente. En aquel entonces, el Presidente en turno encabezaba una cruzada para el saneamiento de la vida pública del país. Para él, corrupción era nada más la que se da en o desde el . David entonces mencionó la corrupción de las palabras como un síntoma de una sociedad enferma.

Cuando hablamos de corrupción, pensamos en políticos desviando fondos, en empresarios haciendo fraudes millonarios, en autoridades vendiendo su voluntad al mejor postor. Pero la corrupción comienza mucho antes, en actos cotidianos que parecen inofensivos: cuando la palabra deja de significar, cuando el compromiso se vacía, cuando lo dicho no se cumple o lo tácitamente acordado no tiene importancia. Cada vez que alguien promete algo sin intención de cumplirlo, cada vez que se falta a la verdad con ligereza, cada vez que se usa la palabra como un simple instrumento de conveniencia, estamos participando en una forma de corrupción. No es la de los grandes titulares, pero sí la que erosiona la confianza entre las personas y degrada la convivencia social.

Así como en los análisis clínicos se establece una condición de salud o enfermedad al medir ciertos indicadores, haríamos bien como sociedad en tener datos para conocer un índice de salud social: cómo andamos en la corrupción de las palabras. Debería de hablarse de esto en las escuelas y debería premiarse a niñas y niños por cumplir con su palabra. ¿Suena exagerado? Bueno, éste es el mal de . Si la palabra no vale, lo que sigue es la impunidad.

Convengamos que el lenguaje es el primer pacto social. El acto corrupto es la consecuencia de una palabra corrupta, es un «no lo haré» disfrazado de un «prometo cumplir». Si las palabras pierden valor, lo dicho es ingrávido. La gran corrupción nace de la pequeña; la conducta es escalabre, la corrupción también. El funcionario que roba millones alguna vez fue el estudiante que hizo trampa en la escuela, y no tuvo consecuencias. El político que miente descaradamente alguna vez fue el joven que rompió su palabra sin remordimiento. El líder del crimen organizado alguna vez fue el hijo de la mujer o el hombre que se estacionó en lugar prohibido para caminar menos, o se pasó el semáforo en rojo para llegar más rápido y con su ejemplo lanzó el mensaje: el que no es transa, no avanza; el verdadero poder es el poder de no cumplir la ley. Si educamos en la de la impunidad, no nos sorprenda que la impunidad escale hasta las más altas esferas.

Exteriorizamos un problema del que somos parte. Nos gusta decir «que cambie México», ese territorio que vemos allá afuera, el entorno que habitamos, pero no lo que somos. No decimos «yo soy México»; me parece necesario interiorizar ciertos males que nos duelen como país. La regeneración de una sociedad no comienza o se acaba en los grandes tribunales. Quienes siguen espantados por lo que pueda pasar con el Poder Judicial (como si fuéramos a perder un impoluto baluarte del ) bien harían en reflexionar que el cambio necesario pasa por lo más simple: ser un ciudadano que cumple con lo que se promete, respetar el pacto social básico, en las cuestiones mínimas y banales, hasta las más serias y trascendentes. Ahí empieza la reconversión social, la verdadera honestidad y la lucha más efectiva contra la corrupción.

A México le duele la palabra del juramento constitucional que hace un gobernante frente a las Cámaras (la nación demanda y luego no pasa nada). A México le duele la palabra común, la de la calle, la de las aulas, la de casa y la alcoba, la del condominio, la de la oficina, la que no lleva firma, la que solo es palabra. Necesitamos recobrar la palabra ciudadana, la que se empeña un lunes por la mañana, la que involucra a dos desconocidos, la que no será titular en un periódico, la que nadie notará por ordinaria. Cuando hayamos sanado la palabra, habremos despertado de esa noche en la que Alberti lanzó su grito de agonía.

@eduardo_caccia

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