El modelo de Estado desarrollador, analizado por Chalmers Johnson a partir del caso japonés, mostró cómo un aparato estatal tecnocrático, ejemplificado por el MITI (Ministerio de Comercio e Industria Internacional), fue capaz de coordinar e impulsar la industrialización mediante una planificación estratégica comparable, por su escala y determinación, a proyectos como el Manhattan o el de submarinos nucleares en . Sin embargo, más allá del objetivo económico de superar la pobreza o alcanzar el crecimiento, en todos los casos asiáticos exitosos existió una motivación más profunda: preservar la soberanía nacional y evitar caer bajo el dominio de potencias extranjeras. Japón, tras la ocupación estadunidense y las humillaciones sufridas antes y durante la Segunda Guerra Mundial, buscó recuperar su autonomía y prestigio global. Corea del Sur, colonizada por Japón hasta 1945 y luego amenazada por Corea del Norte y China, vio en el una vía de supervivencia. Taiwán, aislada diplomáticamente desde 1949 y enfrentada políticamente a la China continental, apostó por el crecimiento como forma de legitimar su existencia como Estado separado. China, tras un siglo de intervenciones extranjeras y la ocupación japonesa, construyó su modelo de desarrollo con una fuerte impronta nacionalista. Vietnam, por su parte, debió resistir al colonialismo francés, la intervención estadunidense y luego al expansionismo chino, consolidando un camino propio como parte de su lucha por la autodeterminación. En todos estos casos, el nacionalismo fue un componente central del proyecto desarrollador: el bienestar colectivo, la grandeza de la nación y la defensa de la soberanía se colocaron por encima de los intereses individuales. El sacrificio de las generaciones presentes fue aceptado como precio necesario para asegurar un futuro de autonomía y prosperidad.

Este modelo no sólo requiere de una estrategia económica definida, sino de condiciones políticas y estructurales específicas: un fuerte nacionalismo que cohesione a la sociedad, una amenaza externa que justifique la autosuficiencia, un fuerte y legítimo –aunque no necesariamente democrático en sentido occidental–, un servicio civil profesionalizado capaz de planificar y ejecutar políticas, y la primacía del Estado sobre el sector privado. Un caso ilustrativo es Corea del Sur bajo Park Chung-hee. En los años 60, el gobierno recurrió a empresarios que habían colaborado con los invasores japoneses y enfrentaban cargos por evasión fiscal. A éstos les ofrecieron incentivos y acceso a financiamiento estatal, pero bajo estrictas condiciones: alinearse con los objetivos del nuevo Estado y cumplir con metas industriales, o regresar a prisión. Esta relación de incentivos y disciplina garantizó que el sector privado actuara en función del interés nacional, reforzando la idea de que el Estado debía ser más fuerte que los empresarios para dirigir el desarrollo.

Ante el probable fin del T-MEC y la posibilidad de un tratado aún más desventajoso, podría aprender de las experiencias asiáticas. En Japón y Corea del Sur, el desarrollo económico se logró sin depender de la inversión extranjera directa, fortaleciendo empresas nacionales en estrecha colaboración con el Estado. En China, la inversión extranjera fue permitida bajo la condición de asociarse con empresas locales, lo que garantizó la transferencia de tecnología y la creación de capacidades propias. Vietnam aplicó un modelo similar, canalizando la inversión extranjera principalmente a través de empresas estatales. Taiwán, por su parte, autorizó la inversión extranjera en sectores específicos, pero siempre bajo regulaciones estrictas que aseguraran el control nacional sobre industrias estratégicas, como la de los semiconductores. El Estado desempeñó un papel clave en la creación y financiamiento de empresas tecnológicas, como TSMC, que hoy lidera el mercado global de microchips.

México podría inspirarse en estos modelos para reducir, de manera gradual, su dependencia del capital extranjero, recuperar márgenes de soberanía económica y enfrentar con mayor firmeza las presiones externas, particularmente de su vecino del norte. Sin embargo, es importante reconocer que el desarrollo tecnológico y productivo no se logra de forma inmediata. Subir la escalera del valor agregado implica construir capacidades nacionales paso a paso: formar recursos humanos especializados, invertir de manera sostenida en ciencia y tecnología, desarrollar proveedores locales, fortalecer el aparato estatal y, sobre todo, movilizar el capital nacional –público y privado– hacia sectores estratégicos. Es un proceso que lleva años, pero que debe comenzar cuanto antes, porque México ya acumula un rezago considerable. La diferencia entre estancarse o avanzar dependerá de la voluntad política para iniciar ese camino ahora, aunque los frutos se cosechen a mediano y largo plazos.

Las perspectivas de bajo crecimiento en México este año no se deben sólo a factores externos, como los o la posible renegociación del T-MEC. El país ha estado estancado durante los últimos 30 años, con un ingreso per cápita que, en términos reales, se mantiene similar al de 1994. Aunque se sobrevalora el papel de la inversión extranjera directa (IED), ésta apenas representa 8.2 por ciento de la formación bruta de capital fijo (FBCF), según datos de 2023. Esto significa que más de 90 por ciento de la inversión fija proviene del capital nacional, tanto público como privado. Aunque la IED alcanzó un récord de 36 mil millones de dólares ese año, la inversión total en capital fijo fue de más de 438 mil millones. Estos datos muestran que el problema del crecimiento no es la falta de inversión extranjera, sino la debilidad estructural de la inversión interna, la ausencia de una política industrial activa y un Estado que ha renunciado a coordinar el desarrollo productivo del país. En vez de centrar los esfuerzos en atraer capital extranjero, México debería enfocarse en fortalecer la inversión nacional mediante estímulos y condiciones adecuadas para el desarrollo del capital productivo interno.

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