En la década de 1930, luego de haber regresado a los periodos de gobierno federal de cuatro años desde 1911, y después de la reforma constitucional de 1927, finalmente fue Lázaro Cárdenas del Río quien portó la banda presidencial durante seis años. Si bien el primer sexenio del siglo XX fue encabezado por Porfirio Díaz, y el segundo le hubiera correspondido a Álvaro Obregón, de no haber sido asesinado ya siendo presidente electo, Cárdenas fue el primer presidente de la época posterior a la Revolución mexicana que gobernó durante un sexenio.
Cuando llegó su turno, Lázaro aspiró a catapultar las instituciones creadas y consolidadas por sus predecesores (Plutarco Elías Calles, de 1924 a 1928; Emilio Portes Gil, de 1928 a 1930; Pascual Ortiz Rubio, entre 1930 y 1932, y Abelardo Rodríguez Luján, de 1932 a 1934). Así, en su cuarto año de gobierno decidió estatizar el petróleo mexicano cuyo control se encontraba en manos de empresas extranjeras.
Hay quienes aseguran que, basados en el mero romanticismo, el “Tata” Cárdenas, cómo lo llamaban, expropió el “oro negro” para entregarlo al pueblo mexicano. La realidad es que, por más patriótico y bonito que se considere, la decisión de Cárdenas obedeció a la necesidad de detonar la industria nacional, para lo cual, en ese momento, era fundamental contar con los hidrocarburos.
La intención de la administración cardenista era buena, sin embargo, nunca han bastado (ni bastarán) las buenas intenciones, se requiere de decisiones sólidas, bien pensadas, viables. Sobre todo, se necesitaba de un plan estratégico a mediano y largo plazo.
En aquella época, eran menos de 20 millones de mexicanos. De acuerdo con una investigación de la UNAM, aproximadamente el 35% vivía en zonas urbanas y el 65% restante en áreas rurales. La población ocupada se distribuía: 65.4% en el sector primario, 12.7% en el secundario, y 19.1% en el terciario.
Para los años 60, prácticamente la mitad de la población ocupaba la mancha urbana, mientras la otra residía en las zonas rurales. Para entonces, los mexicanos económicamente activos se dedicaban: 54.2% al sector primario, 18.9% al secundario, y el 26.1% al terciario. Ya para el nuevo siglo, con más de 70 millones de habitantes distribuidos en el territorio nacional, 74.6% en las urbes y 25.4% en el campo, las cifras se habían invertido drásticamente: 15.8%, 27.8%, y 53.4%, en los sectores primario, secundario y terciario, respectivamente.
Reitero: la aspiración de Cárdenas fue buena, pero faltó mucho para consolidar a la industria nacional. El paternalismo y el excesivo proteccionismo privaron al mercado no sólo de diversidad en la oferta, sino de calidad, mejores precios y mayor presencia internacional. Así, los modelos económicos aplicados desde la administración de Manuel Ávila Camacho hasta el último año de gobierno de José López Portillo sepultaron a México en los últimos lugares del desarrollo económico y, en consecuencia, bienestar social y progreso democrático.
La adopción de medidas económicas, políticas y jurídicas que abrieron las puertas de México al mundo y expandieron la presencia de los productos nacionales en la esfera terrestre provocaron que el sector especializado en servicios resultará altamente productivo, así como que la industria manufacturera logrará alcances nunca vistos, sin embargo, la industria nacional es una deuda que se mantiene vigente, tanto o más como la diversificación de los productos e inversiones mexicanas a lo largo y ancho del mundo, más allá de la visión simple y miope hacia los vecinos del norte. Porque invertir en México significa invertir en ti, en todos los sentidos imaginables.
Post scriptum: “El maestro fue alumno. El hábil fue torpe. El experto fue ignorante. El campeón fue novato. Somos procesos”, Mario Benedetti.
*El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).