El Comité contra la de las Naciones Unidas acaba de emitir una declaración, al término de su 28 periodo de sesiones en Ginebra, donde afirma que “recibió informaciones que indican que la desaparición forzada se lleva a cabo de manera general o sistemática bajo jurisdicción de .” Activó el Artículo 34 de su mandato para llevar el asunto “a la consideración de la Asamblea General” por primera vez en su breve .

El actual gobierno de México reaccionó como casi todos sus predecesores ante una crítica draconiana de un organismo internacional: ardido. Ya el Comité había manifestado su preocupación en 2015, 2018 y 2022, en vano. Las autoridades mexicanas, en buen español, no lo pelaron. En esta ocasión, tampoco. La CNDH y las secretarías de Gobernación y de Relaciones Exteriores respondieron que “rechazaban las declaraciones” sobre la desaparición forzada por parte del Estado, argumentando que “el gobierno mexicano no consiente, permite u ordena la desaparición de personas como parte de una política de Estado.” Deja a un lado el pequeño dato de 120 mil desapariciones desde los años sesenta, más de 90% a partir de 2007; 50 mil durante el gobierno de López Obrador; y 6 500 durante los primeros meses del gobierno de . Si eso no significa “consentir o permitir” dichas desapariciones, no sé qué pueda significar.

Traigo a colación un tema personal, no por obsesivo —aunque lo soy— sino por la necesidad de entender de dónde provienen los dramas que vive actualmente el país. Ya empieza un trabajo de reflexión o introspección sobre el pasado reciente —ver los ensayos de Santiago Levy y Alain Ize en Nexos— y es indispensable avanzar en ello. Las desapariciones forzadas en México, que comenzaron hace décadas, han proliferado a partir del sexenio de Felipe Calderón. Su verdadero estallido fue producto de la decisión de Calderón de combatir frontalmente al crimen organizado, cuando el país se encontraba en los niveles más bajos de violencia en la historia moderna, y sin pensar ni analizar las consecuencias de su postura. Las desapariciones masivas tienen su origen en la “Guerra de Calderón”.

En su libro ¿Quién manda aquí?, Javier Moreno, ex director del diario El Paísy antiguo corresponsal en México, toca el tema del origen del término de marras: la guerra de Calderón. En un pasaje publicado en Reforma el domingo, le atribuye a Calderón la siguiente afirmación: “Otra cosa, por cierto, donde no pude cambiar las cosas, por más de ser presidente, y de lo que hubiera querido, es la expresión que acaba usted de usar: la guerra contra el narco. Yo lo que nunca pude fue con lo de ‘la guerra declarada de Calderón’, ‘cuando Calderón le declara la guerra al narco’, o ‘la declaración de guerra contra el narco’, incluso entrecomillado. Digo ¿Cuándo hice tal declaratoria? ¿Quién acuñó el término de guerra del narco? Pues no sé, fue El País con Jorge Castañeda y CNN. No soy yo.” Responde Javier Moreno: “Y no, no fue el periódico, -con Jorge Castañeda o sin Jorge Castañeda- el que acuñó la expresión.”

A mucha honra. Desde varios artículos en 2007, 2008 y 2009 —en Reforma, el 11 de abril de 2007 y el 3 de diciembre de 2008, y en Slate el 14 de abril de 2009— y en el libro que publicamos Rubén Aguilar y yo en 2009, no sólo nos referimos en múltiples ocasiones a la guerra de Calderón. Dije que se trataba de una guerra optativa, innecesaria y sangrienta, y que no era ganable salvo si se cumplían una serie de condiciones —la doctrina Powell— imposibles de reunir en México. Eran una fuerza aplastante, una estrategia de salida, y el apoyo de la sociedad.

Me da un enorme gusto que el expresidente me atribuya la paternidad de una expresión que llegó para quedarse, como la de 620 en AM. Hasta Claudia Sheinbaum la utilizó el martes. Y con razón: Calderón hizo la guerra. Preferirla al delirio de “abrazos no balazos” es un error.

Pero peor error yace en la aparente tesis subyacente de Sheinbaum Harfuch. Atacar al narco, en lugar de asistir pasivamente a su expansión —como López Obrador— posiblemente traiga consigo un nuevo auge de la violencia. Como con Calderón. De allí la importancia de exigirle al gobierno su respuesta a una pregunta evidente: ¿Quiere reducir la violencia, o reducir los envíos de fentanilo a , o aniquilar al narco? Se trata de tres objetivos que no son necesariamente compatibles. Más aún, en el pasado, han resultado incompatibles. La guerra de Calderón condujo a la de , y a su continuación, bajo otras formas, bajo López Obrador. Por rechazar los “abrazos, no balazos”, no vayamos a acabar avalando la “Guerra de Claudia”. La misma que Calderón.

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