Pocas experiencias resultan tan lucrativas para el turismo y tan irrelevantes para la filosofía como el viaje en grupo. Detrás de cada foto con 15 personas alineadas frente a una estatua que no identifican (y jamás recordarán), hay un ensayo antropológico latente sobre nuestra forma de vivir en sociedad, sobre nuestra capacidad o incapacidad de tolerar al otro, sobre la , la paciencia y el espejismo de un consenso que cada día es minado por incipientes brotes de individualidad. Es poco común leer sobre estos temas porque, claro, todos están sonriendo; por fuera, al menos.

En un viaje grupal los roles se ganan a pulso: surge un líder espontáneo (autonombrado o por hartazgo colectivo). No faltan los personajes clave, una voz que no se cansa de decir: «¿y ahora qué sigue?», la oveja negra que camina quince metros atrás; la señora en modo navaja suiza que se convierte en madre, enfermera, consejera matrimonial y guía. Y estás tú, que probablemente detestas todo eso.

El viajero de grupo no lo sabe, pero ha firmado su adhesión a un decálogo implícito, cuyo primer mandamiento dicta: «amarás al itinerario sobre todas las cosas». Sabe (o descubre) que la improvisación es una afrenta, que la hora de tener hambre es como una profecía bíblica: está escrita, al igual que la hora para abordar el autobús y hasta para ir al baño. Viajar en grupo es un arte para el que no todos hemos sido llamados. Implica la rendición del yo por el bien del nosotros. El segundo mandamiento lo confirma: «no tomarás decisiones por tu cuenta».

¿Quieres ser satanizado? Intenta irte por tu lado. En el viaje grupal la individualidad se negocia, se diluye o se aplasta. El peso del plural es absoluto.

Todo es «vamos», «juntos», «a qué hora quedamos». ¿Te gusta el arte moderno? ¡Qué pena!, el grupo votó por el museo de cera. En el autobús cabe todo, menos la disidencia. Quien dice que se quiere quedar solo es percibido como soberbio, el que se aburre en el acuario es un amargado, el que no quiere salir en la foto es misántropo. Se vive una diplomática: «ven, sonríe para la foto, y luego sigue siendo tú» (tercer mandamiento).

Viajar en grupo es un experimento social. Algunos viajan para descubrir el mundo, otros para llevar su mundo consigo. La señora que carga con sobres de colágeno, se alimenta de licuados; no probará el bulgogi, pero le tomará foto. Quienes acostumbran discutir en su cocina han traído su drama conyugal y el playlist de Christian Nodal al bosque de los monos de Ubud.

¿Qué revela este drama logístico más allá del fastidio de aguantar a los demás? Que lo gregario es tan humano como el deseo de ir a contraflujo. Lo colectivo nos contiene, pero también nos constriñe. El viaje en grupo nos obliga a mirarnos en el espejo de la comunidad, ese lugar incómodo donde uno descubre si está dispuesto a ceder, a esperar, a callar, a con-vivir. Y es que a veces vivimos como viajamos. Porque más allá de los traslados turísticos, también hay quienes viven así: ajustando deseos, esperando que otros decidan, votando por restaurantes como si fuera el Senado. Y hay algunos que viajan -y viven- como lobos solitarios, enamorados de su agenda, de sus pausas, de su silencio. Ni uno ni otro garantizan la felicidad, pero ambos exigen lo suyo.

Hay quien viaja para acumular destinos y quien lo hace para perder certezas. Para este último, especie más excéntrica, el grupo puede ser un lastre o un espejo. Depende de cuánto esté dispuesto a verse. Porque si uno no puede tolerar al grupo, tal vez no se tolera a sí mismo en versión compartida. Y si uno solo sonríe en la foto colectiva, pero detesta cada minuto del trayecto, quizás lo que molesta no es la manada, sino la incapacidad de decir que no.

Al final del viaje, cuando el grupo desembarca y cada quien vuelve a su rutina, lo que queda no es la cantidad de catedrales visitadas ni el número de cervezas compartidas. Lo que queda es la certeza de cómo somos con los demás. El verdadero destino no era Bali ni Seúl, era entender con quién queremos caminar. Y de qué forma.

Así que la próxima vez que alguien grite: «¡Todos aquí, para la foto!», piensa si quieres estar en esa imagen, o en otra. O en ninguna. Porque a veces, la mejor postal es la que uno se guarda. Sin flash. Sin paciencia. Y sin grupo.

@eduardo_caccia

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